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Nicea: hace 1,700 años
El Dios cristiano es Trinidad.
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El judaísmo, el cristianismo y el islam son religiones que profesan que Dios solo hay uno; son monoteístas. A ese único Dios las tres religiones le reconocen rasgos y características que permiten decir que se trata del mismo Dios. Pero cada una de ellas también le reconoce propiedades tan singulares que se puede dudar de que se trate del mismo Dios.
Solo si el Hijo y el Espíritu Santo son tan divinos como el Padre es verdadera la fe cristiana.
Los cristianos creen que Dios, sin dejar de ser único, trascendente e, invisible, se ha desdoblado desde siempre —por decirlo de algún modo— y es capaz de proyectarse en el ámbito de lo no divino y hacerse criatura. Por eso se hizo hombre en Jesucristo sin dejar de ser Dios. Y no solo eso, Dios puede también y simultáneamente donarse a Sí mismo en la interioridad de los creyentes para habitarlos como Espíritu Santo. Es un Dios que, sin dejar de ser único, actúa en tres instancias distintas: como Dios trascendente y providente sobre nosotros, como Dios hecho hombre con nosotros y como Espíritu santificador en los creyentes. Pero no son tres dioses, sino uno solo. Este modo de hablar de Dios, para los musulmanes resulta una blasfemia y para los judíos por lo menos un escándalo.
En el Nuevo Testamento se habla del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como actores divinos, sin negar que haya un solo Dios. La literatura cristiana de los tres primeros siglos se expresa de modo similar. Pero, a principios del siglo IV, un sacerdote de Alejandría llamado Arrio quiso poner racionalidad a la fe y formuló una doctrina que se difundió ampliamente, incluso entre obispos, aunque encontró una resistencia tenaz entre el pueblo laico. Con el fin de salvaguardar la unidad de Dios, Arrio enseñaba que Dios es solo el Padre; su Hijo —y, en consecuencia, también el Espíritu Santo— son criaturas de Dios, casi divinas, creadas para actuar en su nombre. Las disputas fueron de tal magnitud que se llegó a motines y alteración de orden público. El emperador Constantino tuvo que intervenir. En el año 325 convocó a los obispos del mundo cristiano, 318 según registros, en la ciudad de Nicea, y los conminó a ponerse de acuerdo para poder lograr la paz, no solo eclesial, sino también pública y social. Este año se cumplen mil 700 años de aquella reunión. Las disputas teológicas se prolongaron y todavía hoy hay iglesias arrianas, pero las mayores iglesias cristianas conciben a Dios según la doctrina definida en el Concilio de Nicea y en el de Constantinopla celebrado en el 351.
En ambos concilios, los obispos confirmaron que la Iglesia siempre había creído que Dios es solo uno y que actúa desde tres instancias igualmente divinas, como Padre trascendente, como Hijo hecho hombre en Jesús y como Espíritu Santo en el corazón de los fieles. Y si Dios se nos ha revelado de ese modo, también es así en sí mismo. De otro modo no conoceríamos a Dios. No renunciaron a la racionalidad de la fe, pero la explicaron de otro modo, con recurso a los conceptos de que disponían: los de la cultura griega. Como Dios es uno, solo hay una sustancia divina. Pero esa única sustancia actúa en tres instancias distintas, que ellos llamaron “persona” tomando el término del teatro, o “hipóstasis”, con préstamo de la metafísica. La única sustancia divina subsiste en tres personas distintas igualmente divinas. El Dios cristiano es Trinidad. El Nuevo Testamento afirma que el Padre nos ama hasta el punto de enviar a su Hijo que murió y resucitó para el perdón de los pecados y nos dio su Espíritu Santo para comunicar la salvación. Solo si el Hijo y el Espíritu Santo son tan divinos como el Padre es verdadera la fe cristiana, según la cual la salvación consiste en que los creyentes participan en la vida divina desde ahora y para siempre.