TGW
Guatevision
DCA
Prensa Libre
Canal Antigua
La Hora
Sonora
Al Día
Emisoras Unidas
AGN
Esperanza que denuncia en la Guatemala del desencanto
La esperanza cristiana no es un consuelo ingenuo, sino una energía subversiva que desafía la resignación.
Enlace generado
Resumen Automático
Guatemala llega herida al Sexto Congreso Misionero Nacional, por celebrarse en Zacapa, 14-16 de noviembre. El lema, “Misioneros de esperanza para los pueblos”, resuena como desafío en un país donde la corrupción institucional se volvió sistema, la pobreza se hereda como condena y la violencia se instaló como paisaje cotidiano. Hablar de esperanza aquí no es ingenuidad piadosa, sino resistencia política: un acto de fe contra la desesperanza organizada.
Ser “misioneros de esperanza” en esta tierra ensangrentada implica más que rezos o discursos: exige denunciar el entramado de poder que roba el futuro. Guatemala vive secuestrada por élites que confunden patria con negocio, por una clase política que usa la democracia como máscara y por un modelo económico que expulsa a campesinos de sus tierras mientras concentra la riqueza en pocas manos. Mientras unos pocos gozan del lujo, millones de guatemaltecos sobreviven entre el hambre, la migración forzada y la desprotección social.
El país se ha desangrado por ir al norte para que hoy sus hijos sean perseguidos. Familias enteras han cruzado fronteras no por aventura, sino por desesperación, y hoy son tratadas con odio. Las remesas se han vuelto el verdadero ministerio de economía, mientras los jóvenes se resignan a huir o morir. Frente a esto, el Estado permanece indiferente o aliado con los intereses que perpetúan la desigualdad. En las comunidades empobrecidas, el abandono se llama política pública, y la exclusión, destino.
Allí donde el poder se desentiende, la Iglesia está llamada a estar presente, no con incienso ni procesiones, sino con compromiso y profecía. Ser misionero hoy significa acompañar a quienes defienden su tierra del saqueo minero, a las mujeres que claman justicia, a los indígenas que siguen exigiendo inclusión, a los campesinos que siembran esperanza con las manos vacías. No basta con templos abiertos; se necesitan conciencias despiertas.
Pero también la Iglesia debe mirarse al espejo. No puede predicar esperanza mientras calla ante la injusticia. Las homilías pierden credibilidad cuando no se convierten en denuncia profética. Una Iglesia acomodada se vuelve estéril. Es hora de salir, dejar los despachos y volver a los caminos, de escuchar al pueblo antes que dictarle normas. La misión se juega en las calles, no en los círculos del poder.
Los misioneros de esperanza creen que el amor puede más que la corrupción, y la ternura, más que el miedo.
En medio de esta oscuridad, hay rostros que encarnan la verdadera esperanza: catequistas que abren sus casas para evangelizar, religiosas que acompañan a víctimas de violencia, sacerdotes que se atreven a denunciar la corrupción y participar en la resistencia pacífica, comunidades que se organizan y luchan. Esa Iglesia silenciosa y valiente sostiene el país cuando el Estado lo abandona. Su testimonio grita que la fe no es evasión, sino compromiso encarnado.
La esperanza cristiana no es un consuelo ingenuo, sino una energía subversiva que desafía la resignación. Orar tiene sentido solo si después se levanta uno a servir al herido del camino. Esa espiritualidad encarnada es la que puede rescatar a Guatemala del cinismo que la consume.
El Congreso Misionero en Zacapa no debe ser un evento más, sino un punto de inflexión. O la Iglesia se sitúa del lado de los empobrecidos o seguirá siendo cómplice pasiva del sistema que destruye vidas. Porque la esperanza, en un país herido, no se predica: se construye con justicia, se defiende con valentía y se encarna en gestos concretos.
En una Guatemala donde el poder huele a impunidad, y la pobreza, a olvido, los verdaderos misioneros de esperanza son quienes se atreven a creer que el amor puede más que la corrupción, y la ternura, más que el miedo. Su fe denuncia con hechos que la esperanza no es un lujo de los ingenuos, sino la forma más radical de resistencia.