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Desafío migratorio atañe a todo el Estado
La migración guatemalteca hacia EE. UU. hace mucho dejó de ser un fenómeno aislado o marginal.
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En cada campaña —y subrepticia precampaña—, la politiquería ha ido apelando de manera creciente a las necesidades, premuras y vulnerabilidades de los migrantes guatemaltecos en Estados Unidos como caballito de batalla. No solo porque aportan una quinta parte del producto interno del país, sino porque su número —hasta 3.4 millones, según datos del Minex— implica una opinión vinculante con sus familiares en Guatemala que puede decidir elecciones. Por eso andan alborotados varios presidenciables reciclados, tratando de verse como adalides de derechos, pese a que sus propias organizaciones políticas poco o nada han hecho en favor de esta Guatemala fuera de Guatemala pero con la patria en el alma.
La migración guatemalteca hacia EE. UU. hace mucho dejó de ser un fenómeno aislado o marginal. Con todo y el carácter indocumentado de muchos connacionales, el envío de remesas ha crecido de manera paulatina, pero este año no han bajado de US$200 millones mensuales, en promedio. Ello evidencia el creciente temor a una captura y deportación, así como mayores restricciones en materia laboral y acceso a servicios de salud o escuelas, reforzadas en los siete meses de Donald Trump en la Casa Blanca. Esto, a la vez, hace temer un futuro descenso de este ingreso de divisas que efectivamente ha reducido la pobreza en familias receptoras.
La amenaza de deportaciones, incluso para migrantes con décadas de residencia en EE. UU., plantea un reto mayor para el Estado de Guatemala en su conjunto institucional. En el 2023 se lanzó con apuro una Política Migratoria Nacional, cuya implementación ha estado marcada por la inercia institucional, el bajo impacto operativo y la desconexión con la realidad cotidiana de los migrantes y sus familias.
El documento, técnicamente válido y con metas estructuradas, ha sido más una referencia bibliográfica que una hoja de ruta. Las entidades encargadas de atender a la población migrante —el Instituto Guatemalteco de Migración, la Cancillería, el Ministerio de Trabajo y el Consejo Nacional de Atención al Migrante de Guatemala (Conamigua)— muestran capacidades limitadas, escasa articulación entre sí y, a veces, credibilidad desgastada ante los propios connacionales. En el Congreso hay reuniones de diputados con líderes migrantes, pero también las hubo hace cinco y hace 10 años, sin avances.
El sacudón de Trump ha desatado controversia e incluso cuestionamientos sobre el proceder de presuntos agentes migratorios o el envío de gente trabajadora a prisiones indignas como la de Alligator Alcatraz. Pero ello, a su vez, debería ser la oportunidad de abordar los retos de atención a guatemaltecos en el extranjero como ciudadanos de pleno derecho, pero también de la ruta de impulso al desarrollo humano, económico y competitivo del país, para reducir la migración forzada por la pobreza, la violencia y la limitación de oportunidades.
La atención eficiente a deportados es un obvio trabajo del Estado, no un proceso para buscar elogios o para justificar plazas inoperantes. Los procesos de reinserción laboral, productividad, certificación de habilidades y emprendimientos deben ser acciones de Estado en constante revisión. Ante la actual coyuntura, la respuesta no puede ser otra “mesa de diálogo”, concepto desgastado que ha servido más para la dilación que para la solución. Lo que se necesita es un empoderamiento de la política migratoria, con liderazgo efectivo, gestión por resultados y, sobre todo, libre de pestes politiqueras, monerías caudillistas y roñosas demagogias.