Todos queremos más: el engaño del salario mínimo

Todos queremos más: el engaño del salario mínimo

Buena parte de los guatemaltecos nunca ve el salario mínimo en su bolsillo porque el gobierno los volvió ilegales en su propio terruño.

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12/12/2025 00:01
Fuente: Prensa Libre 

El crecimiento del empleo formal se desaceleró drásticamente en 2025. Esta frenada no es producto de la casualidad ni de una repentina falta de voluntad empresarial, sino la consecuencia matemática y previsible de que el gobierno decretara un aumento salarial desconectado de la realidad productiva del país. La arrogante política de fijar precios por decreto ha chocado, una vez más, contra el muro de la realidad.

El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Y el salario mínimo político es una de sus piedras más grandes.

Todos queremos ganar más dinero; es un deseo humano natural y legítimo que impulsa el progreso. El problema surge cuando los políticos venden la ilusión de que ese deseo puede convertirse en realidad mediante un pinche acuerdo gubernativo. La evidencia es contundente: al fijar un precio mínimo al trabajo por encima de su valor de mercado, el gobierno no fuerza a las empresas a pagar más; les prohíbe contratar a cualquier persona cuya productividad sea inferior a ese umbral. El mismo gobierno reconoce que el ingreso promedio mensual en 2024 fue de Q2,538, mientras que el salario mínimo más bajo era de Q3,171. El resultado no es un mayor ingreso para todos, sino el desempleo para los más vulnerables, que en Guatemala son la mayoría. Es decir, buena parte de los guatemaltecos nunca ve el salario mínimo en su bolsillo, porque el gobierno los volvió ilegales en su propio terruño. Es un engaño cruel decirle a un joven sin experiencia en Quiché o Huehuetenango que el gobierno lo “protege” impidiéndole que consiga trabajo formal y condenándolo a la informalidad o a arriesgar su vida emigrando.

La tragedia se magnifica cuando vemos que más del 70 por ciento de los guatemaltecos trabaja en la informalidad, una cifra que se dispara al 86 por ciento en las áreas rurales. Estos millones de compatriotas son la prueba viviente del fracaso del salario mínimo como herramienta de “desarrollo social”. Lo que los gobernantes y los sindicalistas alardean es un grupo reducido celebrando un aumento nominal; lo que tratan de que nadie vea son los cientos de miles de plazas de trabajo que jamás se crearon porque los costos de entrada a la formalidad se volvieron prohibitivos.

Mientras tanto, el emprendedor que intenta sobrevivir en el interior del país, enfrentando carreteras destrozadas y una inseguridad rampante, debe cargar con uno de los salarios mínimos más altos de la región, a pesar de tener una competitividad logística muy inferior a la de nuestros vecinos. No es que los empleadores sean malvados; es que las matemáticas no mienten. La empresa que paga más de lo que recibe por el trabajo de un empleado quiebra. Y cuando quiebra, todos pierden. Pero en lugar de atacar las causas de fondo —falta de infraestructura, inseguridad, trámites lentos, justicia impredecible—, el gobierno insiste en subir el precio legal del trabajo.

La única ruta sostenible para que todos ganemos más es aumentar la productividad marginal del trabajo, y eso solo se logra mediante la acumulación de capital y la inversión. Necesitamos atraer más empresas que se instalen y que inviertan en maquinaria, tecnología y procesos más eficientes, no más restricciones gubernamentales. El gobierno debe apartarse del camino y dejar de obstaculizar la inversión. Si seguimos creyendo que la riqueza se decreta, continuaremos administrando pobreza y exportando a nuestra mejor gente.

Los millones de compatriotas que hoy laboran en la informalidad no están ahí por elección: están ahí porque el gobierno, por medio del salario mínimo, los expulsó del mercado formal. Cada vez que un político promete subirlo “para ayudar a los trabajadores”, está condenando a miles más a la economía informal, sin prestaciones, sin seguridad social, sin futuro. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Y el salario mínimo político es una de sus piedras más grandes.