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Por qué algunas peleas de pareja nunca se resuelven, según la psicología
Los conflictos perpetuos en las relaciones no siempre buscan una solución, sino que revelan heridas emocionales más profundas que requieren comprensión.
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En el universo de las relaciones de pareja existe un fenómeno que desconcierta y agota: las discusiones que se repiten una y otra vez, como un disco rayado que nunca encuentra su final.
La pareja discute por la tapa del inodoro que no se baja, por las horas de llegada, por el tiempo que no se comparte o por el dinero que falta. Sin embargo, después de múltiples conversaciones, promesas de cambio y esfuerzos aparentes, el mismo conflicto resurge con igual intensidad, como si nunca se hubiera abordado.
Este ciclo interminable no es casual ni producto de la falta de voluntad. Detrás de cada pelea recurrente se esconde una red compleja de necesidades emocionales insatisfechas, heridas del pasado y patrones relacionales aprendidos desde la infancia.
Lo que parece una discusión sobre tareas domésticas puede ser, en realidad, una súplica desesperada por sentirse valorado. Lo que aparenta ser una pelea por horarios puede esconder un miedo profundo al abandono.
Diversos estudios psicológicos revelan que muchos conflictos de pareja no están diseñados para resolverse, sino para ser comprendidos. Son ventanas que se abren hacia el mundo emocional más íntimo de cada persona, donde habitan los miedos más primitivos y los deseos más profundos de conexión humana.
Comprender esta dinámica no solo permite entender por qué algunas peleas parecen eternas, sino que también ofrece una perspectiva transformadora sobre el amor y la convivencia. Tal vez el objetivo no sea ganar la discusión, sino descubrir qué nos está tratando de decir el corazón a través del conflicto.
Los conflictos perpetuos, según la psicología
Los conflictos que se repiten en las parejas rara vez tienen que ver con lo que aparentan. “Lo que realmente están tratando de hablar es de las necesidades emocionales profundas, de sentir seguridad con tu pareja, de sentirte visto, validado, amado, respetado”, explica la psicóloga clínica Regina Villagrán.
Esta desconexión entre el asunto aparente y la necesidad real genera un bucle interminable. La pareja se enfoca en resolver el problema superficial —quién lava los platos, cuánto dinero se gasta— mientras ignora la herida emocional subyacente que sigue abierta. Es como intentar curar una infección con una curita en la piel, sin tratar la causa real del malestar.
El terapeuta John Gottman identificó estos como “conflictos perpetuos” y estimó que representan un alto porcentaje de las disputas en las relaciones de pareja. Estos conflictos se caracterizan por su naturaleza cíclica y por la carga emocional desproporcionada que provocan.
No se trata de problemas que puedan resolverse con lógica o negociación sencilla, sino de diferencias fundamentales en la forma de ver la vida, en los valores profundos o en las necesidades básicas de cada persona.
Las heridas invisibles que alimentan el conflicto
Cada persona llega a una relación de pareja cargando una mochila invisible llena de experiencias pasadas, heridas de la infancia y patrones relacionales aprendidos en el hogar de origen. Estos elementos actúan como “lentes emocionales” a través de los cuales interpretamos el presente, lo que puede generar reacciones desproporcionadas o irracionales.
“Nuestras heridas emocionales van a actuar en todas nuestras relaciones como lentes emocionales. Desde ahí es donde nosotros interpretamos lo que está pasando”, explica Villagrán. Una persona que fue constantemente criticada en su infancia puede percibir una simple sugerencia de su pareja como un ataque personal. Alguien que vivió abandono puede interpretar distancia emocional donde solo hay cansancio o estrés.
Estas hipersensibilidades generadas por traumas pasados intensifican las reacciones y dificultan la comunicación. “Muchas discusiones se vuelven desproporcionadas porque sobresentimos, porque muchas veces en la infancia no logramos sentir”, aclara la especialista. La pareja actual se convierte, sin saberlo, en destinataria de facturas emocionales que nunca emitió.
El panorama se complica cuando ambos integrantes de la relación cargan con sus propias heridas y patrones disfuncionales. Uno pudo haber aprendido que los conflictos no se resuelven, sino que se ignoran hasta que desaparecen, mientras el otro aprendió a ser confrontativo para obtener atención. Esta interacción genera un ciclo destructivo en el que las necesidades de ambos permanecen insatisfechas.
Los conflictos perpetuos trascienden su contenido superficial para convertirse en representaciones simbólicas de necesidades más profundas. La discusión sobre quién saca la basura se transforma en una demanda de reconocimiento y valoración mutua. La pelea por la hora de llegada se vuelve una súplica por sentirse importante y prioritario en la vida del otro.
Como señala el psicoterapeuta Gabriel Rolón, citado por Villagrán: “Las verdaderas batallas de la pareja no son por el control remoto ni por la hora de llegada, ni siquiera por el dinero. Lo que está en juego es algo mucho más profundo: el miedo a no ser amado, el deseo de ser reconocido y el terror al abandono”.

El papel crucial de la comunicación
La forma en que las parejas se comunican durante los conflictos puede determinar si estos se perpetúan o si encuentran una resolución saludable. El lenguaje, el tono y la actitud no son elementos neutros: influyen directamente en cómo el cerebro procesa la información y genera respuestas emocionales.
“Cuando alguien nos habla de forma amable, con una actitud abierta, lo percibimos como algo positivo y, por tanto, lo codificamos de esa manera. Nuestra emoción se vuelve más abierta y más dispuesta a resolver un conflicto”, explica la psicóloga Angie Mendoza desde una perspectiva neuropsicológica.
Por el contrario, cuando el lenguaje es agresivo o el tono es cortante, el cerebro interpreta la situación como una amenaza y activa de inmediato mecanismos de defensa. “Se activa esta respuesta de protegernos, y lo primero que sucede es que dejamos de escuchar; nos bloqueamos”, añade la especialista. En este estado defensivo, la empatía desaparece y las posibilidades de resolución se desvanecen.
Esta dinámica neurológica ayuda a entender por qué algunas parejas pueden discutir durante horas sin llegar a ningún acuerdo. No están realmente comunicándose, sino reaccionando desde un modo de supervivencia, más enfocados en protegerse que en comprenderse mutuamente.
Diferencias irreconciliables: cuando no hay solución
Existen diferencias en las parejas que trascienden la capacidad de negociación y compromiso. Estas diferencias estructurales —como la decisión de tener hijos, la importancia de la familia extendida, las creencias religiosas o la definición de fidelidad— pueden generar conflictos que, genuinamente, no tienen solución.
“Cuando esas diferencias tocan aspectos bien profundos, no solo hay que negociar, sino que es necesario evaluar si existe una disposición genuina a ser más flexibles sin traicionarse a uno mismo”, reflexiona Mendoza.
En estos casos, la clave no está en forzar una resolución, sino en determinar si es posible convivir con esas diferencias desde el respeto y la aceptación. Algunas parejas logran establecer acuerdos que honran las necesidades de ambos sin que ninguno renuncie a sus valores fundamentales. Otras descubren que sus diferencias son demasiado grandes para construir una vida compartida saludable.
El reconocimiento de estas diferencias irreconciliables puede resultar liberador. Transforma el conflicto de algo que “debe” resolverse en algo que simplemente “es”, reduciendo la presión y la frustración que provoca la búsqueda infructuosa de una solución inexistente.
Los efectos del conflicto crónico en la relación
Los conflictos perpetuos que no se gestionan adecuadamente tienen efectos devastadores en el vínculo emocional de la pareja. “Los conflictos crónicos que no se hablan, que no se enfrentan como adultos, pueden erosionar el vínculo emocional de manera progresiva”, advierte Villagrán.
El desgaste se manifiesta en múltiples niveles: hay una pérdida gradual de la intimidad, un aumento de la desconfianza y el resentimiento, y una proliferación de pensamientos negativos sobre la pareja. El ambiente del hogar se vuelve hostil, activando constantemente los mecanismos de defensa de ambos miembros.
“Con el tiempo, la relación puede entrar en una dinámica de convivencia sin conexión emocional”, señala la especialista. La pareja puede seguir compartiendo el mismo techo, pero emocionalmente vive en mundos separados. Esta “soledad acompañada” puede resultar más dolorosa que estar genuinamente solo.
El impacto se extiende más allá de la relación misma. Cuando una persona vive en conflicto constante, su pareja deja de ser un refugio emocional y se convierte en una fuente de estrés. Esta transformación esencial altera por completo la naturaleza del vínculo amoroso.
Estrategias para transformar el conflicto
Aunque algunos conflictos no pueden resolverse por completo, existen estrategias para transformarlos en algo más manejable y menos destructivo. El primer paso es construir una visión compartida de la relación que incluya a ambos miembros, sin que ninguno deba anularse para adaptarse a la visión del otro.
“La clave es que ambos puedan sentirse parte de esa visión sin dejar de ser ellos mismos”, explica Mendoza. Esto implica mantener el respeto, desarrollar reciprocidad y cultivar una empatía genuina que vaya más allá de comprender las razones del otro, para alcanzar también sus emociones.
La terapia de pareja puede convertirse en una herramienta valiosa para fomentar estas habilidades. Un terapeuta puede ayudar a identificar los patrones destructivos, enseñar técnicas de comunicación más efectivas y guiar a la pareja hacia una comprensión más profunda de su dinámica relacional.
También es fundamental crear un entorno que nutra la relación.

Aceptación y alternativas saludables
Llega un momento en que las parejas deben evaluar honestamente si ciertos conflictos justifican el desgaste emocional que provocan. Esta evaluación requiere, según Villagrán, “una buena disposición para comenzar a hablar sobre lo que a ambos nos lastima”.
Cuando las diferencias son estructurales y el conflicto genera más daño que beneficio, las alternativas saludables incluyen la negociación de acuerdos realistas —donde ambos puedan ceder sin traicionarse—, la aceptación de las diferencias con amor y humor cuando no son esenciales, y, en algunos casos, la redefinición de la relación o su finalización consciente.
“En algunos casos, redefinir la relación o finalizarla conscientemente si el conflicto bloquea la posibilidad de crecer o amar en libertad”, reconoce la especialista. Esta decisión, aunque dolorosa, puede ser la más amorosa si permite que ambas personas preserven su integridad y bienestar emocional.
Como reflexiona Mendoza: “Hay parejas que se separan y no terminan mal porque, precisamente, lo hicieron bajo el mismo principio: proteger su integridad y la del otro. No es porque se haya acabado el amor, sino porque están más saludables estando alejados”.
Reflexionar sobre la naturaleza del amor y la convivencia puede llevar a un punto de equilibrio ante estos conflictos perpetuos. Como sugiere Gabriel Rolón, citado por Villagrán: “No peleas con tu pareja, peleas con la herida que tu pareja te despierta”.
En lugar de buscar desesperadamente la victoria en cada discusión, podríamos preguntarnos qué está tratando de enseñarnos nuestro corazón. En lugar de culpar al otro por no cambiar, podríamos explorar qué heridas propias están siendo activadas. “Quizás no estamos tan rotos por lo que el otro nos dice, sino por lo que no he logrado sanar en mí mismo. Por eso algunas peleas no se ganan ni se pierden: solo nos revelan lo que aún duele”, concluye Villagrán.