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Es tentador creerse salvador de una nación
Nadie puede solo con la carga de la historia de un pueblo.
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Por más invocaciones a las mismas garantías democráticas que conculca, un dictador siempre está hablando mal de su pueblo, al que considera incapaz de labrar su futuro por sí mismo, puesto que en el fondo hay un complejo paternalista, un afán mesiánico y una insistencia en exaltar el carácter imprescindible del caudillo, ya sea colérico o afable, impetuoso o dicharachero, o todas las anteriores. De no ser inexorable el camino del autócrata, no existirían tantas y tan elocuentes novelas que retratan los extravíos descendentes a los cuales conduce el poder absoluto. Y no es que exista un modelo único de dictador: vienen de todos los colores, desde verde olivo hasta dorado cuello de príncipe. Por algo y el libro de Maquiavelo se llama así. Y la realidad siempre supera a la ficción.
Amplio revuelo y controversia ha generado la reciente decisión del Congreso de El Salvador, dominado por el partido llamado Nuevas Ideas, de aprobar, con mayoría obediente, una vieja y nada nueva idea: avalar la posibilidad de reelección consecutiva del presidente Nayib Bukele. Para disimular un poco, se hizo en combo con la decisión de abandonar el Parlamento Centroamericano, acertada, por cierto.
El riesgo del aval reeleccionario está sustentado en evidencias históricas respecto del deterioro que conlleva cualquier tipo de absolutismo, ilustrado o no. Nadie puede solo con la carga de la historia de un pueblo, aunque tenga expectativas —o ínfulas— mesiánicas. Desde Tirano Banderas, de Valle Inclán, hasta El señor presidente, de nuestro Asturias, pasando por El recurso del método, de Alejo Carpentier; El ocaso del patriarca o El general en su laberinto, de García Márquez; o la Fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, todas las buenas intenciones pueden empedrar el camino al autoritarismo.
Un discurso del mandatario, ahora reelegible, con inéditas facultades y afinados corifeos —por ahora—, alude con sorna a las preocupaciones, cuestionamientos o temores. “Prefiero que me llamen dictador”, reiteró, dispuesto a sufrir tal epíteto en nombre de la paz de los salvadoreños. A los medios nacionales e internacionales que cuestionan su potencial permanencia los llama “panfletos”. Curiosa elección de palabra. Ese vocablo es recurrente en Yo, el Supremo, la novela del paraguayo Augusto Roa Bastos, que retrata la dictadura real de José Gaspar Rodríguez de Francia, quien gobernó dicha nación de forma continua desde 1816 —cuando fue nombrado gobernante perpetuo por el Congreso— hasta su muerte, en 1840.
Son innegables los logros del señor presidente Bukele en El Salvador, una nación que ha padecido los desmanes de una clase política devenida en politiquera, que le fue alfombrando el camino a base de previos abusos y expolios. Sin embargo, la tarea de desarrollar una nación no es de una sola persona, ni siquiera de un partido o un grupo.
La ruta es consolidar la institucionalidad democrática, proteger las garantías ciudadanas y eludir el caudillismo. Como vecinos y hermanos, deseamos lo mejor para el pueblo salvadoreño, nación que, así como Guatemala, ha pasado ya por varios ciclos dictatoriales. De allí parten las suspicacias sobre el continuismo, y no de animadversión alguna. La tentación y la pulsión de encontrar caudillos “resuelvelotodo” es constante en nuestros entornos. Pero la respuesta es construir ciudadanía crítica, educada, activa. No se puede sojuzgar a un pueblo como si fuera una pandilla, encerrándolo en una prisión sin barrotes. No se puede escribir una historia con una sola mano, porque es como decir “solo mi gruyo y yo somos los salvadores”.