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Ética y religión
Dios no necesita de los hombres para subsistir; los creó por pura benevolencia.
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El régimen cristiano heredó del judaísmo la idea de que la conducta de la persona en la vida diaria tiene más importancia que los actos de culto como los sacrificios o la oración o incluso el estudio de las Sagradas Escrituras para la recta relación con Dios. Esos actos son importantes y necesarios, pero su autenticidad y aceptabilidad de parte de Dios dependen de la calidad moral de la persona que los ejecuta. Por lo general, cuando el culto ocupa el primer lugar para la recta relación con la divinidad, subyace la idea pagana de que esa divinidad depende para su subsistencia del culto que los humanos le ofrecen. Esta mentalidad persiste latente incluso en algunos que se identifican como cristianos, que creen que sus ofrendas y actos religiosos les ganarán la benevolencia divina, independientemente de la calidad moral de su conducta. En el judaísmo y el cristianismo, Dios no necesita de los hombres para subsistir; los creó, los sostiene y les da vida por pura benevolencia.
La otra amenaza a la vida es la ambigüedad de la libertad.
Ese vínculo entre la moralidad personal y la autenticidad de la participación en la liturgia lo debe el judaísmo, ante todo, a la predicación de los profetas y a la reflexión de los sabios. Jesucristo la asumió en su enseñanza. Los evangelios atestiguan que asistía a la sinagoga, pero era más crítico con el culto que se ofrecía en el templo de Jerusalén y con el personal que lo celebraba. En su enseñanza ponía en primer lugar el cumplimiento de los mandamientos éticos en la vida diaria como requisito primario para ser grato a Dios y alcanzar la plenitud de vida que ofrece a quienes la buscan en Él.
¿Cuál es la razón de ese vínculo entre ética y religión, entre moral y culto? El evangelio es un mensaje de salvación frente a dos amenazas al valor y sentido de la vida humana. La amenaza mayor es la muerte, que ensombrece toda la vida temporal. La muerte como el fin definitivo de la existencia, como aniquilación de la persona —y no hay razón para pensar que no sea así fuera de la fe—, socava el sentido de la existencia temporal. ¿Cuál puede ser el sentido de la vida de una persona, de sus esfuerzos laborales y ciudadanos, familiares y sociales, si todo se disuelve en la nada?
La otra amenaza a la vida es la ambigüedad de la libertad. Ninguna biografía está escrita de antemano, sino que día a día, acto tras acto, toda persona construye su existencia. En el proceso, uno comete equivocaciones, actúa irresponsablemente, incurre en negligencias; y, en la búsqueda de ventajas, beneficios y satisfacciones, puede actuar de modo destructivo o inmoral. Al cabo del tiempo, uno puede llegar a arruinar la propia vida y terminar en el callejón sin salida de la frustración de haber hipotecado el futuro con los errores del pasado.
La obra de Jesucristo consistió principalmente en dar respuesta a esas dos amenazas al sentido y valor de la vida en este mundo. Con su resurrección venció en sí mismo la muerte humana y comparte esa victoria con quienes creen en él, de modo que, para el creyente, la muerte no sea aniquilación, sino puerta hacia la plenitud en Dios. Esa esperanza da valor de eternidad a la vida temporal. Con su muerte en cruz, Cristo asumió sobre sí los extravíos humanos y habilitó a quienes creen en él para que reciban gratuitamente de Dios el perdón que desactiva el pasado irresponsable y poder así construir un futuro con valor. Pero ambos actos salvíficos de Jesucristo suponen que quien acepta la fe se propone también vivir de modo constructivo, pues la salvación que Dios ofrece en Cristo está encaminada a dar sentido y plenitud a su vida ahora y después. Por eso, la moral será de allí en adelante el fundamento de toda relación con Dios y de todo culto en su honor.