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Un mundo al borde, entre la cruz y la esperanza
Hoy, más que nunca, el mensaje de la cruz se vuelve contemporáneo.
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En pocos días millones de personas en todo el mundo conmemorarán la Semana Santa, un tiempo que trasciende credos y fronteras, no solo por su profundidad espiritual, sino por el poderoso símbolo humano y trascendental que representa. La Pasión de Cristo —su entrega, muerte y resurrección— no es solamente un relato de fe, sino una narrativa profundamente humana sobre el dolor, la injusticia, el amor y la esperanza. En esta figura universal de redención, podemos encontrar claves esenciales para reflexionar sobre el tiempo que vivimos.
Las pruebas forjan la redención y las batallas anteceden la victoria. Todo indica que Cristo volverá pronto.
El mundo parece caminar con prisa hacia su propio abismo. Guerras, incertidumbre económica, crisis climática, polarización política, hambre, decadencia moral y soledad colectiva. ¿Estamos ante una simple etapa más de la historia o, como muchos creen con una mirada espiritual, nos acercamos a un punto de inflexión definitivo? Desde la visión bíblica, el fin de los tiempos no será un cataclismo sin propósito, sino la antesala de una renovación. La Segunda Venida de Cristo, anunciada por Él mismo, no es una amenaza, sino una promesa de justicia, reparación y vida nueva.
Hoy, más que nunca, esa promesa despierta interrogantes incluso entre quienes no profesan una fe. ¿Puede una sociedad sin rumbo encontrar redención? ¿Puede un mundo saturado de ruido escuchar la voz que clama desde lo profundo? No es casualidad que, en medio del caos global, resurja con fuerza la pregunta que ha acompañado al ser humano desde siempre: ¿Cuál es el propósito de nuestra existencia?
La espiritualidad, durante décadas marginada por la razón técnica, regresa al centro del debate. No desde el dogma, sino desde la urgencia. Porque el alma también entra en crisis, y el mundo está visiblemente herido. Las profecías —esas que alguna vez fueron vistas como fantasías místicas— hoy se leen como titulares. Plagas, guerras y rumores de guerras, desastres naturales, colapso de valores, corrupción sin límite. Un nuevo orden mundial, una moneda única, una religión global, tecnologías de control. Piezas que empiezan a encajar en un rompecabezas, que fue profetizado hace más de dos mil 500 años, en el libro de Daniel, y hoy toman forma.
La Semana Santa, entonces, no es un rito vacío ni un simple feriado. Es un espejo en el que podemos mirarnos como humanidad. El Cristo crucificado sigue representando al justo que sufre, al inocente que calla, al valiente que ama hasta el extremo. Pero también es símbolo de lo que puede renacer cuando todo parece perdido. Es hora de volver a lo esencial. No se trata de religiosidad superficial, sino de reencontrarnos con lo que da sentido a la existencia.
La Segunda Venida no llegará sin antes atravesar el umbral del dolor profetizado. El Apocalipsis, con su lenguaje estremecedor, describe plagas, terremotos, guerras, persecuciones y un caos global que antecederá ese día glorioso. No como castigo caprichoso, sino como parte de un pacto espiritual en el que la humanidad será confrontada con su verdad.
En medio de esta oscuridad en la que vive nuestro mundo, surgirá una luz definitiva. Porque no hay redención sin prueba, ni victoria sin batalla. La promesa sigue vigente. El retorno de Cristo no será solo un acto divino, sino la restauración de todo lo que ha sido quebrado. El fin no es destrucción, sino transformación. Y ese día —cuando el cielo se abra y el mundo tiemble— marcará no solo el cierre de una era, sino el inicio de todo lo que el alma humana ha soñado.
Hoy, más que nunca, el mensaje de la cruz se vuelve contemporáneo. El amor como única salida, el perdón como única arma, y la esperanza como única certeza. Porque en un mundo que se derrumba, aún hay lugar para la resurrección.