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Un llamado a la honestidad
Construyamos el país que merecemos.
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Imaginemos el país como un edificio por levantar. Es una analogía necesaria. Pensemos en un grupo de albañiles que llega a un terreno donde debe construirse un edificio de varios pisos. Al llegar, descubren que el suelo está plagado de grietas profundas. La tierra se ha erosionado con los años. Hay zonas que se hunden con solo pisarlas. El drenaje es inexistente y, para colmo, nadie ha hecho estudios de suelo serios.
Construyamos el país que merecemos.
Un arquitecto honesto diría sin dudar: “Primero reforcemos el terreno. Hay que drenar el agua, compactar la tierra y construir un cimiento de concreto armado, bien anclado a la roca. Si no, esta obra está condenada”. Pero ahora imaginemos que, en lugar de ese arquitecto, llegan políticos de turno, caciques locales o contratistas sin escrúpulos que dicen: “¡No se preocupen! Levanten cuatro paredes, un techo de lámina y tomen la foto para la inauguración”. El resultado es predecible: la primera tormenta o el primer sismo lo derriban todo.
Esa es Guatemala hoy. Un país cuyo suelo institucional y social está lleno de fracturas: pobreza, desigualdad extrema, corrupción arraigada, violencia criminal, migración forzada, abandono rural, racismo estructural, colapso ambiental y una desconfianza profunda hacia el Estado. Pero no es solo el terreno el que está en mal estado. También lo está la forma en que se trabaja en la obra. Mientras algunos insisten en reforzar los cimientos —educación, salud, participación ciudadana, justicia—, otros apuestan por soluciones rápidas y baratas: clientelismo, propaganda, pactos oscuros, dádivas para comprar lealtades. Construir país es mucho más que un eslogan. Es trabajo lento, técnico, social y político. Requiere visión a largo plazo, planificación, participación colectiva y un acuerdo mínimo sobre qué edificio queremos y para quiénes. La tragedia es que, cuando alguien plantea la necesidad de reforzar cimientos, muchos responden que es “muy caro” o “muy lento”, y optan por promesas inmediatas que solo perpetúan la pobreza y la exclusión. Esto no es un discurso pesimista ni derrotista. Es un llamado a la honestidad sobre el terreno en el que estamos parados. Porque solo si reconocemos la magnitud del problema podremos empezar a construir algo que perdure. Eduardo Galeano decía que la utopía sirve como brújula: no es un lugar al que se llega, sino algo que nos obliga a caminar. Pero para que la utopía funcione como brújula, hace falta un cambio de mentalidad. Hace falta dejar de aceptar la zanja abierta como normal. Hace falta dejar de negociar migajas mientras se reparten privilegios.
Construir país significa reformar el sistema educativo para que forme ciudadanos críticos, no súbditos obedientes. Implica transformar el sistema de salud para atender sin discriminación ni corrupción. Exige garantizar acceso a agua potable, vivienda digna, energía limpia y conectividad para todos. Supone reconocer y proteger la diversidad cultural, lingüística y territorial, combatiendo el racismo estructural. Requiere desmontar redes de corrupción que capturan el Estado para beneficio privado, crear condiciones para que migrar sea una opción y no una condena, y promover un desarrollo económico que no destruya los ecosistemas ni expulse comunidades enteras. Nada de esto es fácil. Requiere planificación, recursos, consensos mínimos y voluntad política. Pero, sobre todo, requiere ciudadanía activa. Porque construir país no es tarea de un presidente o del Congreso: es una responsabilidad compartida. Necesitamos que cada persona —albañil, maestra, empresaria, estudiante, funcionaria, campesino— asuma su parte. Que entendamos que, sin cimientos sólidos, no hay edificio que aguante.