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¡Cuando votar no es elegir!
¡Votamos a ciegas! Las listas cerradas perpetúan cúpulas y anulan cualquier renovación.
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Los derrumbes, como el de la carretera a El Salvador del 6 de octubre, no solo paralizan el comercio: simbolizan el colapso de nuestra infraestructura. El derribo de la pasarela en la calzada Aguilar Batres, el pasado 18, no es solo un accidente: es el reflejo de un abandono urbano generalizado. La fuga de reos del Barrio 18, reportada el 12, no es solo una vergüenza nacional: es la advertencia de un Estado que pierde el control. Mientras el Cien indica que los homicidios han aumentado un 21%, el presidente Arévalo se limita a ofrecer una tardía conferencia, el 21 de octubre, para presentar excusas, señalar culpables y eludir responsabilidad. ¿De qué sirve prometer una cárcel de máxima seguridad para dentro de un año, si hoy el país se desangra?
El problema de fondo no es la presidencia. El cáncer que destruye nuestra democracia está en el Congreso. Allí, las cúpulas corruptas han convertido la Ley Electoral y de Partidos Políticos (Lepp) en un instrumento para perpetuarse. La ley, promulgada en 1985, confió en la honorabilidad y ética de los políticos y los partidos. La confianza fue quebrantada y traicionada. Ahora es un sistema podrido donde las listas cerradas nos imponen candidatos que responden a intereses privados y el financiamiento oscuro transforma los partidos en maquinarias clientelares. Así, la Lepp ha convertido nuestro voto en una farsa. Votamos, pero no elegimos. Con la Lepp, depurar el Congreso es imposible.
Somos ingenuos si creemos que los que más se benefician del sistema están dispuestos a reformarlo. La historia es clara: el cambio político rara vez nace desde arriba. En 2015, miles de nosotros —jóvenes, familias, indígenas y trabajadores— inundamos la Plaza de la Constitución. Unidos en un solo grito de “¡basta!”, conseguimos derrocar al gobierno del Partido Patriota. Por un momento, la esperanza brilló. Pero el sistema permaneció intacto. La indignación se apagó, la esperanza se desvaneció y la corrupción persistió. La elección siguiente nos devolvió al mismo círculo vicioso. Hoy la realidad es crónica: un Congreso blindado, partidos capturados y una ciudadanía excluida.
El Congreso es ahora un nido de cúpulas corruptas, blindado por un sistema electoral podrido.
Otros países demuestran que el cambio es posible. En Colombia, las protestas lograron el voto preferencial y la “silla vacía” para castigar a los corruptos. En Ecuador, las movilizaciones indígenas forzaron listas semiabiertas y auditorías estrictas. En Chile, las marchas estudiantiles acabaron con un sistema binominal y abrieron espacios a mujeres, jóvenes y minorías. Esos pueblos no esperaron favores del poder: salieron a las calles y conquistaron su democracia. Lo hicieron con persistencia, organización y valor. Guatemala también puede.
La corrupción se alimenta de nuestro silencio. Es hora de alzar la voz como en 2015. Exijamos listas abiertas para elegir personas y no cúpulas, financiamiento transparente, auditorías en tiempo real y participación efectiva para mujeres, jóvenes e indígenas. Usemos redes sociales para convocar, apoyémonos en medios independientes para difundir la verdad y lleguemos por miles frente al Congreso. Cada marcha pacífica rompe un cerrojo. Cada voz que se alza resquebraja el muro de la impunidad. Cada ciudadano que exige construye democracia.
Las elecciones de 2027 son cruciales. Si no actuamos, enfrentaremos más derrumbes, más inseguridad y más promesas incumplidas. Los diputados, financistas y cúpulas resistirán con desinformación, mentiras y amenazas. Pero los buenos somos más y no necesitamos un caudillo, sino un pueblo unido. La libertad no se mendiga: ¡se conquista! Y Guatemala está lista para reconquistar su derecho a elegir.