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102 años y honrando la vida
Las manos de mi madre hicieron maravillas a lo largo de su vida.
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Mi madre cumple 102 años en unos días. “Estoy lista para morir”, me dijo hace poco, “pero aún no me quiero ir porque me gusta la vida”. Y le creo. Llevo medio siglo oyéndola decir lo mismo en distintas versiones y viendo cómo se ha convertido en esta maravillosa mujer centenaria que ha sabido vivir, merecer y honrar la vida, de tantas maneras.
Vivir más de un siglo no es poca cosa. Si bien es cierto que la vida es apenas un parpadeo entre nuestro nacimiento y nuestra partida, no somos solo lo que nos pasa, sino lo que hacemos con ello. Mi madre atestiguó una guerra mundial, una guerra fría y un conflicto armado interno; vivió un terremoto, dictaduras y revoluciones; dio a luz a cinco hijos, un hombre y cuatro mujeres; tuvo un matrimonio difícil, como tantos de su época; y trabajó desde los 14 hasta los 65 años, responsabilizándose incluso por el manejo de fondos de una gran empresa, aventura de la cual salió sin tacha. Sus días inician siempre con un buen desayuno y luego se llenan de familia, de la lectura del periódico, de su juego de “solitario” en la computadora, de una copa de vino los fines de semana con los nietos, de la misa dominical por televisión, de su preocupación real por la salud de los demás y de los libros que jamás le han faltado.
Las manos de mi madre hicieron maravillas a lo largo de su vida.
Las manos de mi madre hicieron maravillas a lo largo de su vida y, como dice una canción, aún parecen “pájaros en el aire”. Pero jamás las usó para pegarnos, así como jamás nos ha gritado. En todas nuestras casas hay un cuadro pintado o bordado por ella, y más de una tarjeta de navidad o cumpleaños escrita a mano, con su caligrafía hermosa y su ortografía impecable. Toda la familia ha probado, por décadas, sus pasteles deliciosos, su fiambre inigualable cada 1 de noviembre y su bacalao a la vizcaína en Semana Santa, entre mucho más. Y no es que cocinara todos los días, es que durante los fines de semana y las fechas especiales siempre esperamos lo que sus manos aún saben hacer tan bien.
Cuando su bisabuelo, como diplomático, se fue a San Francisco, en Estados Unidos, ella tenía 6 años. Allí aprendió el idioma inglés, que luego le serviría, a los 14 años, para transcribir, en Guatemala, un libro manuscrito a su versión mecanografiada. El nombre del libro era Four Keys to Guatemala y una de las autoras, Lilly Jong Osborne, era quien le había encomendado tal tarea. El libro fue publicado, por primera vez, en 1939, cuando mi madre tenía 16 años.
En algunos sentidos, no fue una madre tradicional para su época, por lo cual le estaré eternamente agradecida. Su familia materna tuvo mucho que ver con ello: su madre era una gran conversadora y lectora; su abuelo materno, el abogado, escritor, político y diplomático, Buenaventura Echeverría escribió el primer Tratado de Derecho Constitucional Guatemalteco (1944). Su abuela, Josefina Reina, era sobrina de José María Reyna Andrade, el único ciudadano guatemalteco que ha servido en la presidencia de los tres poderes del Estado. Por lo anterior, ella vivió en un entorno sin riquezas, pero donde se debatían libremente las ideas. La casa de sus abuelos siempre fue visitada por personajes del mundo de la cultura y la política. Por ello, no es raro que, hasta hoy, ella comente las noticias que lee cada día. Por ello fue parte de las Altrusas, del Club de Leones y de Módulos de Esperanza. La conciencia le nació en casa.
Mucho de la libertad nos lo transmitió mi madre. Su dignidad, su humanidad, su manera de observar el mundo, su cercanía sin ahogarnos, su respeto por nuestras vidas, su independencia, su resistencia, su incuestionable disciplina, sus múltiples viajes, sus lecturas, su “educada” picardía, su saber vivir, todo es un legado que quedará para siempre. Gracias, querida Ofe. Y es que, como dice la canción de Eladia Blásquez, “no es lo mismo que vivir, honrar la vida”.