Guatemala debe aprender las lecciones de otros países

Guatemala debe aprender las lecciones de otros países

Gobernar no es huir de los problemas, sino enfrentarlos y resolverlos. Y si no son capaces, deben renunciar.

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Resumen Automático

17/10/2025 00:03
Fuente: Prensa Libre 

El poder en democracia no es una herencia; es un préstamo con fecha de devolución. Lo firma el pueblo en las urnas y lo renegocia en la calle cuando los gobiernos confunden mayoría con impunidad. De Lima a París, las últimas sacudidas demuestran que la legitimidad no es un cheque en blanco, sino una respiración que se corta cuando el Estado deja de escuchar.

Perú y Francia acaban de ofrecer una lección magistral a Guatemala: si un gobernante no funciona, hay que cambiarlo.

Perú volvió a demostrar que el poder popular no es una metáfora, sino una fuerza capaz de derribar muros y gobiernos. Durante semanas, las calles de Lima, Cuzco y Arequipa se convirtieron en un clamor incesante contra la presidenta Dina Boluarte, cercada por escándalos, represión y una legitimidad reducida a cenizas. El país se paralizó entre huelgas, marchas y cacerolazos que unieron a sindicatos, estudiantes y comunidades indígenas en un mismo grito: “¡Que se vaya!”.

La presión social se volvió insoportable y el 10 de octubre, tras un voto unánime en el Congreso, Boluarte fue destituida por “incapacidad moral permanente”. Su caída, celebrada en las plazas como una victoria ciudadana, marcó un punto de inflexión. El retorno del pueblo como juez supremo de la política peruana. No fue un golpe ni una concesión; fue la consecuencia inevitable de un divorcio entre gobernantes y gobernados, donde la calle volvió a escribir la historia con mayúsculas.

Asimismo, Francia está viviendo algo más profundo que una crisis política. Lo que se desploma en París no es solo un gobierno ni un presidente, sino la idea misma de Estado que dominó a Occidente durante dos siglos. Emmanuel Macron, símbolo de la tecnocracia moderna, se enfrenta no solo a la rebelión de su pueblo, sino al agotamiento de un modelo que ya no convence ni siquiera a quienes lo diseñaron.

Durante décadas, el Estado francés fue sinónimo de poder, estabilidad y grandeza. Era el corazón del modelo europeo, centralizado, racional y eficaz. Hoy ese corazón late con dificultad. La dimisión del primer ministro ha sido apenas la chispa que revela una fractura mayor, la incapacidad del sistema político para producir consensos, presupuestos o liderazgo. La Asamblea Nacional se ha convertido en un laberinto de vetos cruzados y discursos huecos. Francia parece un país que ya no puede gobernarse a sí mismo.

El pueblo francés vive un profundo desencanto con Emmanuel Macron. Las calles, que alguna vez simbolizaron su victoria reformista, hoy se llenan de protestas y carteles que lo acusan de haber perdido el rumbo. Para muchos, Macron se ha convertido en el retrato de una élite desconectada, más preocupada por sostener su poder que por aliviar el costo de vida o escuchar al ciudadano común. La gente siente que gobierna desde una torre de cristal, rodeado de tecnócratas que hablan de déficit y reformas mientras el país se hunde en el desempleo, la inseguridad y la frustración. En los cafés y plazas se repite una frase: “Ya no nos representa”.

El presidente de Guatemala debería tomar nota. Está jugando con fuego, mientras el país enfrenta carreteras colapsadas por los derrumbes y la fuga de reos de alta peligrosidad, él viaja a Italia para ser recibido por el Papa. Un gesto simbólico, sí, pero inoportuno en tiempos en que el pueblo exige soluciones, no audiencias. Gobernar no es escapar de los problemas, sino enfrentarlos con la dignidad que el cargo demanda.

Perú y Francia acaban de ofrecer una lección magistral. Los gobiernos que se ciegan ante las demandas ciudadanas y olvidan que el poder radica en el pueblo, corren el riesgo no solo de perder la corona, sino también la cabeza. Un pueblo enojado puede convertirse en un tsunami que arrasa con todo, y toda línea roja, una vez traspasada, no tiene retorno.