¿Quién detiene al poder?

¿Quién detiene al poder?

Cuando quienes deciden sobre sus propios beneficios no enfrentan límites externos, el incentivo no es legislar mejor, sino asegurar ventajas internas.

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07/12/2025 00:04
Fuente: Prensa Libre 

“El poder debe detener al poder”, escribió Montesquieu al advertir que, sin límites, quienes gobiernan inevitablemente usarán su posición para su propio beneficio. La pregunta es inmediata y necesaria: ¿quién detiene al poder cuando ese poder puede beneficiarse a sí mismo sin controles externos?

¿Quién detiene al poder cuando ese poder puede beneficiarse a sí mismo sin controles externos?

Para responderla, hay que entender qué hay detrás de una decisión pública. Los funcionarios no actúan en el vacío ni guiados únicamente por ideales: responden a incentivos. Si las reglas permiten obtener beneficios personales sin generar valor para la ciudadanía, el sistema termina premiando decisiones que maximizan ventajas personales en lugar de beneficios para la ciudadanía. Cuando la estructura institucional permite que sea más rentable proteger privilegios que producir resultados, la política se convierte en un mecanismo de extracción y no de servicio.

Ese es el trasfondo del aumento salarial que los diputados se aprobaron hace un año. No surgió de una evaluación técnica, de una mejora en el desempeño legislativo o de una reconfiguración del trabajo parlamentario. Surgió de la capacidad de quienes ocupan un cargo para modificar, desde adentro, las reglas que les aplican. En otras palabras, una decisión donde quienes diseñan el beneficio son los mismos que lo reciben.

El primer año de una legislatura debería ser el más productivo. Sin embargo, Guatemala recibió lo contrario: una agenda estancada, debates inconclusos, poca fiscalización y avances mínimos en materia institucional. A pesar de ello, y de madrugada, se aumentaron el salario; ni oposición ni oficialismo lo detuvieron, o quizá simplemente no quisieron hacerlo. Dejando en evidencia la falla estructural: se premió la posición, no el rendimiento.

Cuando quienes deciden sobre sus propios beneficios no enfrentan límites externos, el incentivo no es legislar mejor, sino asegurar ventajas internas. La energía que debería destinarse a tener mejores resultados se redirige hacia mantener y ampliar privilegios. Es un desplazamiento de prioridades completamente racional para quienes lo ejecutan, pero profundamente costoso para la ciudadanía.

Las consecuencias son claras. Recursos que podrían financiar infraestructura, servicios básicos o fortalecimiento de las instituciones quedan absorbidos por decisiones sin justificación técnica. Además, el precedente institucional es dañino: una ventaja obtenida sin méritos tiende a reproducirse. Se normaliza que el Congreso pueda mejorar su propia situación sin demostrar mejoras equivalentes en su desempeño.

Este aumento expuso otra falla: la ausencia de un mecanismo independiente que determine las remuneraciones de altos funcionarios. En repúblicas sólidas, estos temas se fijan con criterios técnicos, evaluaciones periódicas o comisiones externas. En Guatemala, quienes deben ser controlados controlan la decisión. La advertencia de Montesquieu queda completamente anulada.

Por eso este debate importa. No se discute solo un monto, sino un diseño que permite que el poder deje de detenerse a sí mismo. Se discute cómo evitar que la política funcione como un sistema para capturar beneficios en lugar de producir soluciones. La remuneración pública debe reflejar responsabilidad, eficiencia y resultados, no la capacidad de influir en decisiones administrativas desde adentro.

Un año después, el aumento sigue sin justificación técnica, ética o institucional. Y mientras no exista una regla que vincule remuneración con desempeño la puerta a estos abusos seguirá abierta.

Si los incentivos están mal orientados, las decisiones seguirán la misma ruta. Comprender el sistema no lo transforma de la noche a la mañana, pero sí revela por qué actúa como actúa.