Amatitlán grita auxilio

Amatitlán grita auxilio

Los cambios reales no vienen de una firma en un escritorio.

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Resumen Automático

18/06/2025 00:01
Fuente: Prensa Libre 

Soy guatemalteca, y aunque llevo años viviendo en Costa Rica, no dejo de sentir profundamente lo que pasa en mi país. Hace poco vi imágenes del lago de Amatitlán, y sentí algo que me revolvió por dentro: indignación, tristeza… y vergüenza.


Pero más que hablar del agua sucia, quiero hablar de lo que revela. Porque lo que le pasa al lago y a toda su cuenca dice mucho de cómo vemos lo nuestro, de qué estamos dispuestos a cuidar, y de lo que hemos decidido abandonar. Por eso escribo. Porque si no empezamos a ver ese espejo, no habrá cambio posible.


¿Cómo es posible que un cuerpo de agua que debería ser símbolo de vida y belleza, un lugar para el paseo, el descanso y la recreación, hoy sea un sumidero?


Vivo en un país que se ha posicionado ante el mundo como verde. Y si bien no es perfecto, ver esta realidad desde afuera me da una perspectiva distinta.


Ser un país verde no es fachada, es algo más profundo. Aquí, la playa no es del hotel ni del millonario. Es del pueblo. El río no pertenece a una finca, sino al cauce de una historia colectiva. Ese entendimiento que la naturaleza es patrimonio de todos no es casualidad: es cultura, es ley, y sobre todo, es identidad.


Desde pequeños se enseña que los árboles se respetan, que los animales silvestres no se tocan, que la basura no se lanza al río porque ese río “es de todos”. En las costas, es normal ver a familias defendiendo su acceso al mar con la misma firmeza con que defienden su hogar. Porque así se siente: lo natural es nuestro.

El lago no está muerto. La cuenca no está perdida.


Esta forma de ver la tierra no es solo romántica, es profundamente política. Es la razón por la que Costa Rica protege más del 25% de su territorio. Por la que existe una ley que impide privatizar las playas. Por la que comunidades enteras se organizan para defender nacientes, humedales y bosques. Un ejemplo es el programa Bandera Azul Ecológica, que premia a las comunidades que cuidan su entorno y promueven el desarrollo sostenible, convirtiéndolas en destinos turísticos que generan trabajo local.


En Guatemala podríamos hacer lo mismo con Atitlán, con Izabal, con nuestros volcanes, bosques, cuevas y ríos. Y sí, también con Amatitlán. Pero para eso hace falta un cambio profundo: apropiarnos de lo nuestro. Entender que la cuenca de Amatitlán no es de otros. Es nuestra. Y no depende solo del gobierno —que muchas veces no actúa, o lo hace tarde. Depende de todos: desde lo individual, lo familiar, lo comunitario.


¿Qué tal si así como contamos con orgullo los kilómetros que corremos, los títulos que obtenemos o los países que visitamos, también contáramos cuántos árboles hemos sembrado?


Sanar ríos y lagos requiere más que eso, sí. Pero podemos comenzar ya: reforestar orillas, cuidar quebradas, proteger nacientes que filtran el agua y sostienen la vida. Es urgente repensar nuestros hábitos de consumo. Elegir mejor lo que compramos. Reducir, separar nuestros desechos. Dejar de consumir productos de empresas que contaminan. Revisar nuestro uso del agua, no verter aceites ni químicos por el desagüe. Usar productos naturales. Hablar del tema. Involucrarse.


Los cambios reales no vienen de una firma en un escritorio. Vienen cuando una comunidad decide actuar. Cuando se entiende que el lago, aunque esté sucio, sigue siendo nuestro. Su valor no se mide por su estado actual, sino por su potencial.


No se trata de imitar a Costa Rica. Se trata de aprender lo que ha funcionado y construir un modelo propio, chapín, justo y duradero, para nuestras hijas, nuestros hijos, y quienes vendrán.


El lago no está muerto. La cuenca no está perdida. Está esperando que la defendamos. Y ese orgullo, ese sentido de pertenencia, empieza con cada uno de nosotros.

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