Un libro para leer, admirar y conocer mejor a Asturias

Un libro para leer, admirar y conocer mejor a Asturias

Mario Antonio Sandoval incluye en su libro opiniones y comentarios peyorativos que el Gran Lengua habría de sufrir al nomás recibir el Nobel.

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Resumen Automático

20/07/2025 00:07
Fuente: Prensa Libre 

Quisiera manifestar antes que nada que solo soy un lector y admirador más de Miguel Ángel Asturias, y que ante la extensa recopilación de figuras literarias, citas, entrevistas y datos sobre su vida, como la que Mario Antonio Sandoval ha llevado a cabo en Era bello y malo como Satán, no puedo si no sentirme como un simple aficionado. Sí deseo avalar, en cambio, la iniciativa de Mario Antonio de promover la lectura de una de las cumbres de la literatura contemporánea en nuestra lengua. Y a eso van dedicadas estas líneas. Mi primer encuentro con Asturias tuvo lugar a principios de los sesenta del pasado siglo, cuando me ganaba la vida como avicultor y mi sueño de convertirme en escritor estaba tan alejado como el cero del infinito.


Era, eso sí, un lector ávido y asiduo. Lo he sido desde la adolescencia. Leer fue siempre para mí, más que un hábito, una adicción, casi una manía. Hasta esas fechas —veintitrés o veinticuatro añitos, quién pudiera a ellos volver— solo había leído Leyendas de Guatemala. Pero cuando, en ese ínterin, Asturias fue honrado con el Nobel, me apresuré a leer El señor Presidente. Ninguna de estas dos obras, sin embargo, fueron para mí lecturas fáciles. Su autor me obligaba a detenerme a cada poco, alzar la cabeza del libro y decirme, qué quiso decir con esta frase. ¿Cuál es el significado de este localismo? O bien, ¿cómo se le pudo ocurrir esta metáfora? Algo parecido me sucedió con el segundo tomo de sus obras completas hasta entonces, una edición en papel biblia de Editorial Aguilar (1969).


La obra contenía tres novelas, Viento fuerte, Weekend en Guatemala y El papa verde, algunos escritos breves y dos novelas cortas, Los agrarios y Torotumbo. La de Asturias, en resumen, no era la narrativa convencional a la que yo estaba acostumbrado. Como la mayoría de los lectores de novelas, supongo. O como ese lector cartesiano, maquinal o apresurado en que nos convertimos a la hora de leer textos sin adornos ni florituras porque solo nos interesa la información o el misterio, como cuando abrimos el diario de la mañana o nos sumergimos en un crimen de Agatha Christie. Asturias escribía para un lector más activo, ese que gusta de las armonías y las experiencias estéticas propias de la literatura.


La suya era una prosa poblada con toda suerte de figuras literarias asociadas a los colores, los aromas, los paisajes y las gentes de una Guatemala que yo solo empezaba a conocer. Habría de pasar algún tiempo antes de descubrir que ese tipo de narrativa se había conformado cuando Miguel Ángel Asturias se exiló en París y entró en contacto con el surrealismo, el simbolismo y otros ismos europeos. Súmese eso a la invención de palabras nuevas, a las cuales era adicto, los guatemaltequismos que se había llevado con él o la traducción directa del francés de los mitos del Popol Vuh, trabajo que estoy convencido enriqueció el limitado conocimiento que él tenía de la cosmovisión indígena.


Agréguense otras influencias, como la de Tirano Banderas, de Ramón del Valle Inclán (primera novela con el tema del dictador), y el resultado de todo ello sería un modo único de narrar al que se dio el nombre de realismo mágico. Alumbra, lumbre de alumbre De todo lo anterior se nutre el valioso catálogo de giros, figuras y expresiones literarias que Mario Antonio Sandoval ha tenido el buen gusto de recoger en este precioso libro escrito con el fin de promover la lectura de Miguel Ángel Asturias en las nuevas generaciones de guatemaltecos. Una obra que captura el realismo mágico en toda su sorprendente factura y que abre el apetito para volver a la obra del Gran Lengua.


Ahora bien, ¿por qué llamar realismo mágico a ese modo de contar historias? Creo tener la respuesta: a que la magia domina el relato al extremo de apoderarse de su lógica. Trátase de una narrativa en la que uno pareciera caminar sin seguridades ni apoyos, pero envuelto en una imaginería y una sonoridad deslumbrantes. Véase si no el famoso primer párrafo de El señor Presidente, donde por espacio de media docena de líneas resuena como bordón y ritornelo este turbador triquitraque: ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre… sobre la podredumbre! Mario Antonio hace en su libro una ilustrada glosa de este poderoso imperativo que demanda a voz en grito iluminar las inmundicias y basuras de aquellos años.


Le ha sucedido a todo analista a quien tan inesperado arranque de la novela deja desconcertado y como mirando a un alero. Yo tampoco lo entendí muy bien en los días que fui un apresurado lector. Pero si tengo alguna experiencia en el torbellino que gira y zumba en el cerebro de un escritor cuando trata de elevar el nivel literario de su obra, puedo entender el motivo de que Miguel Ángel Asturias creara esta formidable invocación, ¡alumbra, lumbre de alumbre!, como punto de partida de El señor Presidente, en lugar de irse directamente a la acción y empezar con «Los pordioseros se arrastraban por las cocinas del mercado…», segundo párrafo de la obra.


El capítulo se titula En el portal del Señor, rincón oscuro y apestoso del antiguo ayuntamiento de la ciudad (la cuadra donde hoy se alza el Palacio de la Cultura), una tenebrosa leonera en la que pernoctaban la indigencia, la mugre y el crimen. Y mi sospecha no desmentida hasta hoy de titular así el capítulo implica una ironía con la que Miguel Ángel Asturias anticipa y condensa el contenido de la novela. Pues el bendito portal no es el del Señor del Pensamiento, un Cristo sentado que reflexiona con una mano en la sien, sino la estremecedora metáfora de un país gobernado por un tirano a quien todos dicen señor presidente. El triquitraque inicial de la novela, por tanto, tendría como propósito instalar en la memoria del lector la atmósfera de oscuridad y pestilencia política que va a dominar la narración: un clamor poético y mordaz sin esperanza porque Luzbel, el ángel caído, vale decir, Cara de Ángel, el «bello y malo como Satán» favorito del señor presidente, ilumine la oscuridad y disperse el hedor de su Gobierno. (No se olvide que la piedralumbre se utilizaba entonces como desodorante).


En última instancia, pues, y libérrimamente traducido, el tableteo inicial de la novela vendría a decir algo así como: ¡Alumbra, maldito Luzbel, ángel portador de la luz, hijo de tu madre! ¡Enciende tu antorcha, tu lámpara, e ilumina las tinieblas del portal del señor presidente, escenario de una Guatemala soterrada en las tinieblas de la tiranía, para que todos puedan percibir su hedor, sus miserias y su podredumbre! El primer párrafo de El señor Presidente, sin embargo, no soporta análisis racional alguno, esa es la verdad. He leído algunos de esos análisis y todos terminan yéndose por los cerros de Úbeda, que es un lugar donde no hay cerros. Asturias no solo es un inventor de palabras, sino que
le gusta hacerlas chocar unas contra otras, sea como cascabeles o piedras.

De ahí que a la hora de examinar esas líneas iniciales de la obra me quede siempre con la sonoridad del ¡alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre… sobre la podredumbre! Miguel Ángel Asturias no era un genio. Ahora bien, ¿cómo se consigue esa musicalidad? ¿Cómo se logra crear frases exquisitas como la neblina vendaba las calles, en el fuego de la guerra lloran hasta las espinas o la noche venía con la lengua fuera? ¿Por un soplo de las musas? La práctica enseña al escritor que la creación literaria no es un acto, sino un proceso, dilatado como el mar y peliagudo como un puercoespín. Alguna vez creí como tantos que, en efecto, eran las musas, ese susurro que presuntamente recibe el escritor al oído y que se traduce en historias fascinantes, metáforas geniales y una prosa seductora. Pero no, no es así.

Un libro que alienta
en los jóvenes la lectura del gran intérprete
de la realidad guatemalteca.


Yo cuando menos no me fío un pelo de las musas. Son volubles y caprichosas, no acuden cuando uno las llama y, si llegan a presentarse, no te dan lo que les pides. Las únicas musas de las que uno se puede fiar son el trabajo, la concentración, la paciencia, la perseverancia, la búsqueda y las muchas lecturas, entre otras deidades incómodas. Le ha ocurrido a la mayoría de los escritores de los que tengo noticia. Víctor Hugo tardó diez años en escribir Los miserables. A Margaret Mitchell le llevó otros tantos Lo que el viento se llevó. Tolkien invirtió en la trilogía de El señor de los anillos también diez años. Y Miguel Ángel Asturias empleó siete en El señor Presidente, obra que, según le confesó a Gerald Martin, llegó a escribir nueve veces. Escribir bonito no es fácil.


Se puede nacer con el don, pero son pocos los elegidos. Y Miguel Ángel Asturias no era uno de ellos. En una cita recogida por Fernando González Davison que Mario Antonio publica en su libro, Asturias confesaba: «La literatura es uno por ciento inspiración, lo demás es corregir y corregir». Figuras literarias, como las que nos ofrece Mario Antonio Sandoval, quien conoce la obra de Miguel Angel Asturias por el haz, por el envés y por el forro, pueden nacer de asociaciones sorpresivas que lleva a cabo el cerebro. Pero solo muy de vez en cuando. Al final, son la persistencia y el trabajo los que logran elaborar esas armonías. El escritor, el músico, el pintor, lo saben: la inspiración no asoma en la ociosidad o la espera, sino que llega en mitad del trabajo y la andadura.


Decir, pues, que escribir bien es un don gratuito que solo a unos pocos les es concedido es desmerecer y devaluar el esfuerzo del escritor por consumar su obra, el cual, según Asturias, supone el 99 por ciento de la misma. «Al comenzar una novela escribo sin parar, sin diseño previo como hacen los anglosajones y a rienda suelta salen las palabras. Luego a corregir y corregir para darle ritmo, usando el subconsciente», reitera en otra cita. Lo que, para su mayor gloria y renombre, hace de Miguel Ángel Asturias un laborioso artesano de este oficio, un escritor que concede al trabajo y la perseverancia los reales motivos de su éxito. La ciencia tiene una explicación a este mirífico asunto de la inspiración artística.


El cerebro humano es una tupida red integrada por 85,000 millones de neuronas, cada una de las cuales contiene, a modo de bytes, una pequeña información almacenada en su memoria. Y si uno no las moviliza, es decir, si no trabaja, no lee, no estudia, no persevera, las neuronas se adormecen. Quiero decir, los «chispazos» se reducen y cada vez resulta más difícil lograr esa feliz asociación de ideas y palabras por las que todo escritor daría su celular, su guitarra o su ropero. La amarga desazón de la envidia al artista innovador, sin embargo, el éxito le suele salir bastante caro. Y Miguel Ángel Asturias no fue la excepción. Mario Antonio Sandoval incluye en su libro opiniones y comentarios peyorativos que el Gran Lengua habría de sufrir nada más ganar el Nobel.


En especial los provenientes de la izquierda latinoamericana, de la cual era parte por cierto, y de escritores notables cargados de hostilidad hacia él. Había ganado ya el premio Lenin de la Paz y eso era demasiado. No podían permitir que el cangrejo se saliera de la olla. Había que devolverlo al montón, descalificarlo, destruirlo. Y así, Asturias se convertiría en un traidor por haber aceptado ser embajador en Francia en los días de Julio César Montenegro o en un escritor pasado de moda por su modo de narrar. García Márquez, todo resentimiento y petulancia, declararía que él le iba a enseñar a Asturias cómo se escribía una novela sobre un dictador. Y no habrían de faltar, tengo por cierto, quienes afirmaran que no era que Miguel Ángel Asturias fuese mal escritor, sino que tenía caspa. Muchos se preguntarán por qué fueron justamente los más cercanos a su ideología política quienes amargaron los últimos años de nuestro autor.


La respuesta es sencilla. Este es un oficio de vanidades, rechazos, engreimientos y calumnias, en el que desdeñar y rebajar en público las virtudes del escritor de éxito deviene un deber indeclinable. Tal ha sido siempre cuando menos la reacción del envidioso. Y no porque el escritor envidiado tenga más talento que él, sino porque el envidioso no es capaz del trabajo, la dedicación y el sacrificio que el envidiado dedica a componer su obra. Gerald Martin, conocedor como pocos de la obra de Miguel Ángel Asturias, declaraba el año pasado en Guatemala que probablemente él era el único que lo defendía. Es algo que le honra muchísimo.


Pero no es menos cierto que quienes deben defender a Miguel Ángel Asturias y su obra son los guatemaltecos, y que esta notable colección de tropos y figuras literarias recopiladas por Mario Antonio con excelente paladar y criterio no debería quedar como un hecho aislado. En este aspecto, Era bello y malo como Satán, el símil ideado por Asturias para describir al perverso Cara de Ángel, es un libro que nos alienta e invita a releer al gran intérprete de la identidad guatemalteca y provocar en los jóvenes la misma fascinación con que yo lo leí por primera vez a la edad que hoy tienen ellos.

*Premio Nacional de Literatura
y miembro de la Academia Guatemalteca de la Lengua