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¿La infraestructura vial no es importante?
Lo hemos repetido tantas veces que la memoria duele. La infraestructura vial es absolutamente vital y prioritaria.
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Para cualquiera es evidente que la infraestructura vial es una de las tareas centrales del gobierno. Los desastres, atrasos y pérdidas económicas debieron convertirla en objetivo número uno; en la gran Moby Dick de las prioridades. Sin embargo, aunque el gobierno quisiera hacer algo, parece no poder: es incapaz de gestionar su propia ineficiencia.
Un poco de historia: la Ley de Infraestructura Vial Prioritaria, decreto 29-2024, se presentó como la gran apuesta para modernizar la red de carreteras por donde se mueve la carga del país. Sobre el papel, la lógica es clara: concentrar recursos en el 10 por ciento de la red que sostiene alrededor del 70 por ciento del tránsito, crear una Dirección de Proyectos Viales Prioritarios (Dipp) con independencia técnica y financiera, y dotarla de un fondo para planificar, contratar y mantener obras estratégicas.
Un país que pretende crecer no puede seguir parchando baches. Producto interno bruto e infraestructura vial van de la mano: donde hay autopistas confiables, puertos conectados y accesos fluidos, la inversión florece y las empresas compiten; donde dominan los hundimientos y las rutas colapsadas, el PIB se estanca y las oportunidades se van por otra frontera.
Ahí aparece el contraste incómodo. Organismos internacionales recomiendan destinar entre cuatro y cinco por ciento del PIB a infraestructura; América Latina apenas ronda el tres por ciento y Guatemala, todavía menos de uno por ciento a obra vial pública.
Durante décadas hemos invertido poco y mal, y la red envejece más rápido de lo que se repara. En ese contexto, la nueva ley parecía una bocanada de aire fresco. La Dipp se concibió como órgano desconcentrado del Ministerio de Comunicaciones, con autonomía funcional y financiera. Su misión es elaborar el primer Plan de Infraestructura Vial Prioritaria, definir una cartera de proyectos y ejecutarla con criterios técnicos, mientras el Fondo para Proyectos Viales Prioritarios (Fovip) debe blindar esas obras del regateo politiquero.
La capacidad del gobierno de gestionar su propia ineficiencia es la única manera de salir adelante.
La realidad, sin embargo, avanza con desesperante lentitud. Los recursos que el Ministerio de Finanzas debía trasladar de inmediato al fondo operativo y al fondo de infraestructura se han concretado como lo establece la ley. La Dipp pasó meses en trámites para aparecer en el clasificador presupuestario, mientras el reloj corría para cumplir plazos: diagnóstico de la red prioritaria, primer plan vial y cronograma de ejecución.
Ese atraso burocrático tiene un costo directo. Cada hora que un contenedor se queda detenido en un tramo destruido, cada accidente por el mal asfalto, cada día extra para sacar una cosecha al puerto se traduce en más costos y menos competitividad. Lo intuimos cuando suben el combustible o los alimentos, pero rara vez lo vinculamos con una carretera abandonada. Allí se evapora parte del crecimiento que Guatemala dice buscar: el peaje oculto que todos pagamos.
La ley es buena. Lo que está fallando es la voluntad política para aplicarla con la urgencia que exige la realidad. No basta con celebrar que exista un decreto moderno si el Ministerio de Comunicaciones no lidera el proceso, si el directorio de la Dipp no sesiona con regularidad y si Finanzas sigue tratando la infraestructura prioritaria como un rubro más entre miles.
Nos corresponde, como ciudadanía, exigir rendición de cuentas. Preguntar cómo va el primer plan vial, cuánto dinero se ha trasladado efectivamente al Fovip, qué proyectos se priorizarán y con qué cronograma. Un país que aspira a elevar su PIB, atraer inversión y generar empleo digno debe empezar por lo básico: carreteras transitables, seguras y bien mantenidas. Sin una infraestructura vial óptima, toda promesa de desarrollo económico seguirá siendo solo una promesa que se queda atorada en el tráfico. Falta un director de orquesta…