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La paradoja de un monarca democrático
Francisco no legalizó cambios radicales, pero giró el tono de la Iglesia sobre aquellos marginados.
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Recuerdo bien aquellos días en 2013, cuando desde Roma un jesuita argentino cautivó al mundo. Sus modos, diferentes; sus mensajes, creativos y potentes. Se formó una inmensa expectativa en ese entonces, de algún tipo de revolución que podría venirse sobre una iglesia que proyecta poco cambio. Una donde tantos, con tanto poder, tal vez quisieran —más bien— ningún cambio. Pronto empezaron a brotar especulaciones, realmente cábalas, sobre lo que se vendría. Se divisaron transformaciones radicales. Entre ellas, la aceptación de las mujeres en el clero, y que a sus miembros, los sacerdotes, no se les demandara celibato. Se anticipó una verdadera revolución liberal de inclusión a marginados, a los divorciados y a los no heterosexuales. Un auténtico giro que causaba emoción en quien mira a la católica como un cuerpo anacrónico; y terror en conservadores, afiliados a una eterna rigidez.
Pero Francisco envejeció, y esta semana su papado de 12 años terminó, con un sencillo deceso. Y el cambio, por lo menos como entonces se especuló, jamás llegó. Es 2025. Aún la mitad de quienes sienten el llamado vocacional no pueden culminarlo, por el único hecho de ser mujeres; un divorciado no puede comulgar, no importa cuán fuerte sea su fe; ni una pareja homosexual (según encuestas, el 9% de la población) no puede recibir la bendición sobre su matrimonio, no importa cuán honesto sea su amor. La verdad es que no hubo cambio inmediato contundente. Se debate si el Papa Progresista fue tal. Al extremo, leí un artículo en CNN, que cita a críticos de Francisco por haber sido “en el fondo un conservador”. Uno que decepcionó constantemente a sus tantos seguidores que clamaban cambio. El debate, aunque vigente, creo que no tiene solución en las reformas en sí, sino, quizás, en ver al Papa como un liderazgo que comprendió el tiempo de las cosas de una manera que hoy no es común.
Esa humilde serenidad, que es sabia, es una rareza.
El martes, escuchar un podcast con el corresponsal en Roma del New York Times me ayudó a ver el legado de Francisco desde un ángulo distinto. Uno cuya evaluación no radica en un simple eje de si ejecutó las reformas o no, sino más bien, acerca de cómo la Iglesia es un ente llamado a ser universal, de todos; y cómo además es una institución milenaria. Los cambios bruscos, aunque satisfactorios para muchos en el momento, podrían conllevar cismas. Irresoluble turbulencia. Transformaciones inmediatas anticiparían fraccionamientos en un cuerpo católico que, por naturaleza, busca integración y expansión. Importante considerar una ultraconservadora África separada, si se impone lo que para ellos es impopular sobre la sexualidad. Cataclismos internos autocreados por impulsos impropios en un ente eterno. Si Bergoglio, el hombre, se imagina como alguien que entiende el cambio como progreso, Francisco, el Papa, fue pontífice que puso su Iglesia adelante de convicciones personales.
Esa humilde serenidad, que es sabia, es una rareza. Estos son tiempos de autócratas que abusan de sus democracias, y rigen como monarcas. Los comunes normalizamos esto. Pero viene un curioso Francisco que maneja una teocracia de forma democrática. Hay otras formas, sólidas y serenas, de hacer gobierno y llegar al mañana. Francisco no legalizó cambios radicales, pero dio giros al tono de la Iglesia sobre aquellos marginados. Eso sí, nombró a 108 de los 135 cardenales que decidirán su sucesor, delegando en ellos la oportunidad renovadora. No sería él quien se llevaría el crédito directo. Pero Jorge Mario, en su esencia, demostró ser alguien a quien eso no le importó. Fue un hombre que impulsó la humildad como virtud, con la congruencia de su vida. Un hermano del común, que abrazó la sencillez, enseñando que así se es feliz. Un Pontífice Sumo que promovió la paz en tantas formas. Una de ellas, anteponiendo la unidad e integración de su Iglesia a su nombre personal. ¡Qué falta hará!