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Don Amable Sánchez
Con espíritu andantesco, aunque sin caballo, encamina diariamente a la hora en punto el itinerario al comedor, lugar, en el que tiempo atrás, no juntábamos a yantar.
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Hace tiempo que quiero escribir sobre don Amable Sánchez. Me atrevo a decir que algunos años, lo que dice muy poco bueno de mí, pero por honestidad debo de confesarlo antes de continuar. Desconozco la razón, pero pensé que este martes era oportuno, quizá porque recordé aquello de que “la ingratitud es hija de la soberbia”.
Alguien a quien querrías escuchar mucho más tiempo del que los breves encuentros por doquier nos ofrecen, y siempre te deja algo sobre lo que reflexionar una vez se aleja.
Salmantino de nacimiento, anduvo de zagal por esas tierras castellanoleonesas frías y serias. Creció en el entorno histórico-cultural del pensamiento renacentista del siglo XVI que dio origen a la Escuela de Salamanca, y se curtió como un buen hombre, y un hombre bueno, en ese juego de palabras en las que, cuando el adjetivo precede al sustantivo, suele ser una constatación y cuando se emplea después, la frase tiende a ser objetiva.
Amable Sánchez Torres tiene una vasta formación académica, y colabora en la Universidad Francisco Marroquín como revisor de estilo y editor de textos. Confieso que ganó mi alma hace tiempo, desde aquel día en que le brotó una lágrima —realmente fueron varias— en sus ojos mientras hablaba emocionado sobre don Quijote de la Mancha. ¡Y es que alguien que se emociona a tal extremo, con literatura de la libertad, es un robaalmas por definición!
En esta su suerte de ínsula chapina practica muchos de los grandes consejos que le dieran a Sancho Panza para el gobierno de la suya: guía su vida por el camino de la virtud, es temeroso de Dios, se enorgullece de su origen, es compasivo, piadoso y clemente, come poco y cena más poco, y lo que más lo “delata” es caminar despacio y hablar con reposo.
Amable —no podían haberlo llamado de otra forma— es un hombre de gestos y formas afables y sencillas. Con espíritu andantesco, aunque sin caballo, encamina diariamente, a la hora en punto, el itinerario al comedor, lugar en el que tiempo atrás nos juntábamos a yantar. Un espacio abierto con árboles y zopilotes al que concurríamos un cuarteto de sanos chiflados que éramos capaces de hacer bromas de casi todo, como suelen hacer los niños, aunque también los locos, porque “más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena”. Un rato en el que se compartía sabiduría de unos, buen humor socarrón de otros y casi siempre genialidades de la mayoría. Y es que “el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”.
Es fácil percibir su bonhomía y honradez en el carácter y en el comportamiento. Frecuente es verlo con su andar pausado, y últimamente con una gorra cuasigringa, muy alejada del esperado baciyelmo que hubiésemos imaginado en su cabeza. Alguien a quien querrías escuchar mucho más tiempo del que los breves encuentros por doquier nos ofrecen, y siempre te deja algo sobre lo que reflexionar una vez se aleja.
Nunca supe muy bien si es un don Quijote disfrazado de Sancho o a la inversa, y aunque el semblante apunta más a lo primero que a lo segundo, su espíritu aporta una visión pragmática que contrasta con las fantasías de su amo. Una suerte de conflicto entre la realidad y la percepción.
Decía Pascal que “el corazón tiene razones que la razón desconoce”, y creo que eso es lo que me lleva hoy a hacer una loa de alguien a quien admiro, al que me alegro de saludar y con quien cruzo algunas palabras pocas veces por semana. Él no lo sabe, pero caperuceo sin que lo advierta cuando vuesa merced se aleja.
¡Larga vida caballero andante! Que los molinos de viento no te perturben ni distraigan tu caminar.