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Iglesia, fe y mujer
El propio Francisco mantuvo la tradición católica y se opuso al ordenamiento de mujeres como sacerdotes, diciendo que es “un problema teológico”.
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La muerte del papa Francisco me hace reflexionar sobre el papel de la mujer en la Iglesia Católica, y la necesidad de promover una sana discusión respecto al preponderante rol masculino, apaciblemente aceptado y poco cuestionado. Contrariamente, la mayoría de las monarquías han sido capaces de superar la ley sálica y permiten que las mujeres primogénitas hereden el trono, algo que muchas iglesias —no solo la católica— no han logrado.
Las mujeres católicas han sido tradicionalmente direccionadas a conventos u órdenes contemplativas, de oración, hospitalarias y de beneficencia.
En mi escasa inmersión bíblica no encuentro razón alguna para que una mujer no pueda oficiar una misa, profesar votos sacerdotales —ya contraen otros iguales— o escalar en la pirámide del liderazgo espiritual, sobre todo en una institución que predica la igualdad, propugna la paz, el amor y el respeto al prójimo. El propio Francisco mantuvo la tradición católica y se opuso al ordenamiento de mujeres como sacerdotes, diciendo que es “un problema teológico”, pero ¿cómo aceptar que la Iglesia enseñe mediante sus acciones que está bien excluir a las mujeres? En un mundo de igualdad de derechos y obligaciones, ¿cómo explicar racionalmente que hay roles —hombre y mujer— diferentes desde el punto de vista espiritual?
La condición celestial de Dios —y de Cristo— es asexuada, por lo que parece lógico y racional que sea indiferentemente representado por un varón o por una mujer, tal y como Mateo (22-30) parece indicar: “en la resurrección no se toma ni mujer ni marido”. Si la santidad puede alcanzarse, independientemente del sexo, ¿por qué no puede ejercerse la autoridad o el rango?
No quiero que esta reflexión suene a provocación ni mucho menos anticlerical, sino a la voluntad de querer entender con la razón algo sustentado en la fe, y que se ha hecho poco esfuerzo por sacarlo de ese cofre, quizá por la dificultad que conlleva hablar de igualdad y no promoverla.
Está claro que es difícil explicar la Biblia sin el contexto del papel preponderante masculino en una sociedad milenaria. A pesar de eso, hay espacios muy importantes reservados a las mujeres en ella, y la propia madre de Jesús es el mejor ejemplo, lo que no anula la preocupación que se expone.
Las mujeres católicas han sido tradicionalmente direccionadas a conventos u órdenes contemplativas, de oración, hospitalarias y de beneficencia, acorde, por otra parte, con su papel en siglos pasado. A la fecha, el vector transversal es el de igualdad de derechos y obligaciones de todos los seres humanos, pero pareciera que el debate en el ámbito religioso no ha sido superado en casi ninguna religión y no se ve la firme voluntad de abordarlo. No se trata de promover un falso feminismo ni otro tipo de agenda, sino de explicar racionalmente la exclusión en el siglo XXI de la mujer como sacerdote, obispo o cardenal, con idénticos deberes y privilegios que sus pares hombres.
El conservadurismo no consiste en impedir que las cosas cambien, sino que evolucionen a la velocidad posible en el contexto de la sociedad en la que ocurren los hechos. Hablar seriamente de este tema no debería asustar ni provocar la descalificación de quien lo propone, sino abrir la mente a la necesidad de entender algo simple, particularmente en una era en la que el ser humano ha sido capaz de dar pasos de gigante en otras áreas.
En lo personal me quedo con la expectativa del debate serio, apegado a razones y fuera de credos que impiden el análisis. Entiendo que el candado dogmático soluciona muchos problemas, pero quizá ha llegado el momento de enfrentar la situación de otra manera y dejar de exclamar aquello de “con la iglesia hemos topado”.