TGW
Guatevision
DCA
Prensa Libre
Canal Antigua
La Hora
Sonora
Al Día
Emisoras Unidas
AGN

No hay acuerdos con quienes glorifican la muerte
Era de esperarse después de tantas décadas de hipocresía bélica.
Enlace generado
Resumen Automático
Irán e Israel están en guerra. Pero no una de esas guerras veladas, de diplomacia cínica y misiles negados, sino una frontal, directa, plena. Durante años fue solapada, delegada en terceros: los hutíes en Yemen, Hezbollah en Líbano, Hamás en Gaza y toda esa red de milicias y proxies que responden al mismo centro ideológico: el islam chiita iraní, que deposita todo el poder, no en un congreso ni en una constitución, sino en la figura de un clérigo supremo, el ayatolá. Su credo no es vivir para mejorar, sino morir para trascender; su misión, predicada sin ambigüedades, es la eliminación de todo aquello que no se doblegue a su visión sagrada.
En esa cosmovisión, los mártires no mueren: son premiados con el paraíso. Lo ha dicho el propio Ali Khamenei: “El mártir vive eternamente y recibe su recompensa en el paraíso”. Y quienes no pertenecen al mundo “puro” de los elegidos son Babilonia, son escoria, son residuos humanos a los que hay que convertir… o borrar. Nada más.
Con esta lógica, Irán no funciona como un Estado tradicional. Vive atrapado en una misión religiosa fanática. Todo se subordina al mandato clerical. Desde que el ayatolá Jomeini derrocó al Sha en 1979, la libertad se convirtió en una cadena al cuello, una prisión ideológica donde las obediencias se imponen con garrote, ostracismo o muerte. El fundamentalismo en Irán no es solo un fenómeno político: es una cultura total que lo penetra todo —las escuelas, las universidades, la ropa, el lenguaje, el pensamiento. No es una metáfora decir que el viento no debe tocar el cabello de una mujer, o que un adolescente puede ir preso por subir un video bailando en TikTok.
¿Armas nucleares en manos de quienes abiertamente amenazan?
¿Cómo no imaginar que el mundo entero activaría sus alarmas al saber que Irán está a escasos meses —o semanas— de producir armas nucleares? Pero la preocupación no nace solo de la tecnología, sino de la ideología que la respalda. No se trata de un Estado con capacidad nuclear. Se trata de un régimen que ha dicho —no una, ni dos, sino incontables veces— que Israel debe ser eliminado. Y lo dice en mezquitas, en discursos, en manuales escolares. Es parte del credo.
¿Qué puede hacer un pequeño país, rodeado, sabiendo que su aniquilación es la misión de su enemigo? Creer que el fundamentalismo será olvidado en la mesa de negociaciones mientras avanza su programa nuclear es una fantasía peligrosa. Nadie puede creerse ese disfraz de moderación. No se negocia con quienes viven bajo una lógica que venera la muerte como forma de cumplir una misión divina.
Eso, ante la certeza de que su enemigo estaba a punto de encontrar el arma perfecta para aniquilarlo, Israel actuó. Con precisión quirúrgica, atacó centros estratégicos nucleares, debilitando parte del aparato. Pero solo parte. Porque el verdadero centro nuclear iraní está bajo tierra, a cientos de metros, inaccesible sin las bombas perforadoras que solo posee Estados Unidos.
Mientras tanto, en Washington, se debate entre intervenir de lleno o mantenerse al margen, conscientes de que cualquier paso compromete promesas internas: no gastar más en guerras ajenas. Pero el petróleo, la estabilidad regional, la seguridad de sus aliados y el comercio global no entienden de discursos de campaña.
Hoy, el poder nuclear de Irán sigue vivo. Y la región entera se tambalea. No solo por la amenaza a Israel, sino porque este régimen no busca sobrevivir: busca inmolarse si puede llevarse consigo a su enemigo.
Y ahí está también el pueblo iraní: unos, en silencio, deseando ser liberados; otros, aún creyendo que la muerte es la puerta al paraíso.
Dios los ayude. Ese, el que no necesita nombre. El que se viste de amor. El que aún sentimos en el espíritu. Ese.