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Compromiso cívico frente al populismo
El autoritarismo avanza cuando la ética ciudadana se debilita y la república pierde sus límites.
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Durante el conversatorio “Quo vadis ¿Un presidente necesita ser un populista? Visiones para fortalecer una república” surgió una pregunta esencial: ¿hacia dónde va América Latina? Se analizaron los casos de Venezuela, Nicaragua, El Salvador, Ecuador, Guatemala y Colombia, que reflejan el debilitamiento institucional, las tensiones entre poderes y el avance de la narcoactividad que amenaza la gobernabilidad. La región atraviesa un desencanto democrático, marcado por promesas incumplidas y desconfianza hacia las instituciones. En este contexto, el populismo ha vuelto a ganar terreno, apelando al cansancio moral y buscando apoyo en las clases populares frente a élites señaladas como
corruptas.
Se recordó que la democracia y la república no son lo mismo. La primera se basa en la voluntad popular: la posibilidad de elegir y ser electo, de participar y deliberar. La segunda impone límites al poder, defiende el Estado de derecho y protege las libertades individuales. El voto por sí solo no garantiza libertad. La democracia sin república puede derivar en tiranía de mayorías, mientras que la república sin democracia corre el riesgo de volverse autoritaria. Solo el equilibrio entre ambas sostiene la libertad.
Cuando ese balance se rompe, el populismo ocupa el vacío. En varios países, los líderes llegan al poder mediante elecciones libres, pero luego concentran decisiones, debilitan cortes y cooptan congresos. En muchos casos, la ruta electoral termina consolidando gobiernos que debilitan o acaban con la república.
El populismo no es una ideología, sino un método: promete soluciones simples, divide a la sociedad y apela más a la emoción que a la razón. En países donde la corrupción y la pobreza persisten, encuentra terreno fértil. Sustituye la ley por la voluntad del líder y ofrece atajos que desembocan en autoritarismo.
Solo el equilibrio entre democracia y república sostiene la libertad.
El Latinobarómetro 2024 muestra una paradoja donde el 52 % de los latinoamericanos apoya la democracia, pero solo el 17 % confía en los partidos políticos y menos del 20 % en los congresos. En Guatemala, la encuesta de Fundación Libertad y Desarrollo (2025) reveló que siete de cada 10 ciudadanos aceptarían un gobierno no democrático si resolviera los problemas de seguridad o económicos. Preocupante.
El celular se ha convertido en la nueva plaza pública, en especial para los jóvenes, donde se protesta, se critica y se opina, pero casi siempre con quienes piensan igual, al ritmo de los algoritmos. Muchos creen que lo saben todo, pero pocos entienden la política pública y varios no quieren oír hablar de moral. Ya no hay lugares para discutir, ni debates donde se formen criterios. En tiempos de inmediatez, se debilita la capacidad de distinguir entre la verdad y la manipulación emocional; la posverdad impera y el populismo encuentra espacio para expandirse.
Frente a esta deriva autoritaria, lo que sostiene a la democracia no es solo la existencia de instituciones, sino las costumbres sociales que le dan sustento. Ya en el siglo XIX, Alexis de Tocqueville advirtió de que las leyes son inestables si no están respaldadas por las costumbres de un pueblo, y que la libertad no puede existir sin una base moral compartida. José Ortega y Gasset retomó esa idea desde otro ángulo al afirmar que ser libre implica actuar con responsabilidad, incluso cuando hacerlo va en contra de la propia conveniencia.
Guatemala necesita recuperar ese compromiso cívico. No basta con denunciar: hay que participar, proponer y formar a las nuevas generaciones. Los jóvenes deben vivir el mundo real, no solo el virtual; aprender del contacto humano, del debate y de la experiencia. Debemos reconstruir la base ética de la ciudadanía. Solo así podremos fortalecer la república y sostener una democracia guiada por principios.