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Un mensaje, tres lecturas
Todo aquello que acumuló, de poco le serviría ante la inminencia de su propia muerte.
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En uno de los textos evangélicos hay una parábola muy impactante. Narra la historia de un hacendado que acumulaba propiedades ya sin ningún propósito ni necesidad. Lo movía simplemente el deseo de acumular más. En esta historia, y luego de que el personaje en cuestión estuviera esforzadamente imaginándose modos de cómo continuar acaparando más allá de sus propias capacidades, recibe un mensaje fulminante de Dios: esa misma noche le será reclamada el alma. Es decir, todo aquello que acumuló, de poco le serviría ante la inminencia de su propia muerte.
Todo aquello que acumuló, de poco le serviría ante la inminencia de su propia muerte.
Esta historia, aunque pareciera ser una simple denuncia de la codicia, tiene tres dimensiones o mensajes que, además, son perfectamente ilustrados por escenas, estampas u obras del arte universal. Pasemos revista a cada una de ellas. La primera tiene que ver con una tradición pictórica. En muchas obras del Barroco aparecen, en medio de las escenas representadas, calaveras, burbujas de jabón, una candela a punto de extinguirse o un recipiente de cristal roto. Todas estas inserciones, aparentemente fuera de lugar, son un recordatorio de la fragilidad de la vida.
Esto es lo que se daba en llamar, en el arte de la época, el memento mori. Es decir, a través de estas figuras se nos invita a pensar en algo que a veces parece tan remoto o incómodo como es la propia muerte. Así que, aun cuando las escenas fueran de fiesta, lujo, poder o alegría, había siempre un pequeño pero elocuente recordatorio para que no perdiéramos de vista lo transitorio de nuestra vida y la importancia de pensar en la trascendencia.
Una segunda lectura tiene su reflejo en una de las obras más excelsas de la literatura universal. Me refiero a la Divina comedia. En una de sus tres partes, quizá la más conocida, que se refiere al infierno, el Dante va ordenando los castigos de los pecadores, de manera que, a medida que se viaja al centro del infierno, los castigos incrementan su severidad. En uno de los círculos —que así se llaman los niveles del infierno en esta obra—, los acumuladores y los derrochadores se arremeten entre sí, lanzándose eternamente piedras e increpándose por qué gastan unos o por qué acumulan los otros. Esta vez, lo que se nos recuerda son las conductas desordenadas y los excesos a que nos llevan las cosas materiales.
Por último, en la literatura rusa hay un pequeño pero impactante cuento, escrito por León Tolstói. Este autor, que junto con Dostoievski fueron narradores impecables de la condición humana, nos relata el pacto que hicieron unos terratenientes con un campesino, a quienes estos invitaron a recorrer una pradera con la promesa de que todo aquello que haya caminado antes del amanecer sería suyo.
El campesino, apantallado por el ofrecimiento y sintiendo que puede abarcar cada vez más, camina sin descanso, sin comer y yendo más allá de sus propias fuerzas. Exhausto y abatido, intentando recorrer unos pocos metros más, cae muerto de agotamiento apenas a unos minutos de que llegue la aurora. Los terratenientes recuerdan al final que la única tierra de la que pudo hacerse fue aquella poca que abarcaba la tumba donde enterraron sus restos. Poco apretó quien quiso mucho abarcar.
Las lecturas dominicales y los textos universales, en fin, nos recuerdan el verdadero sentido de la vida, la fugacidad de esta, la proporción que debemos guardar siempre en nuestra conducta, el desapego a aquello que no nos dejará más que angustia o insatisfacción constante, o un llamado a valorar las pequeñas buenas cosas que tenemos y que solemos frecuentemente perder de vista.