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Guatemala tiene Constitución, pero ¿tiene república?
Cuarenta años después, la promesa de 1985 sigue incumplida.
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Hay aniversarios que se celebran con fuegos artificiales, himnos y discursos oficiales; otros, en cambio, deberían conmemorarse en silencio, como quien visita una tumba con flores marchitas. Este mes de junio, Guatemala cumple 40 años desde la promulgación de su Constitución de 1985; ese documento que, en teoría, marcaría el fin del autoritarismo y el comienzo de una república regida por el Estado de derecho.
Era una promesa: domesticar al poder, proteger al ciudadano común como quien resguarda un vaso de cristal en medio de un huracán. Pero, 40 años después, uno se pregunta si la Constitución sigue siendo la columna vertebral del sistema democrático o si no es más que un cartel descolorido en la pared de una oficina pública, símbolo de una república que parece existir solo en papel.
Porque, aunque la Constitución sigue ahí, lo que no está tan claro es si vive. La letra permanece. El problema está en el teatro.
En estos años, hemos visto cómo ciertos actores invocan la Constitución con fervor casi religioso, pero solo cuando sirve para blindar privilegios, aplastar adversarios o posponer cualquier intento de redistribución del poder. Cuando, en cambio, exige transparencia, justicia o límites al poder, la misma Constitución se vuelve invisible, ilegible, o se interpreta con la flexibilidad de un contorsionista profesional.
Es lo que los politólogos llaman el uso instrumental de la legitimidad, cuando se invocan principios nobles como el Estado de derecho, la soberanía o la independencia judicial, no para protegerlos, sino para usar su prestigio como disfraz del poder. Aquí nadie rompe la Constitución con violencia. Al contrario, se la acaricia, se la cita, se le rinde homenaje, mientras por debajo se le sacan las tripas con un bisturí jurídico.
Y, para que ese truco funcione, se necesitan instituciones dispuestas a fingir. Cortes que simulan impartir justicia. Tribunales electorales que distribuyen votos como quien reparte favores. Fiscalías que persiguen con fiereza a quienes se toman la Constitución en serio, mientras ignoran los crímenes de quienes la manipulan. Lo hemos visto: jueces valientes exiliados, fiscales hostigados, periodistas criminalizados. Y todo eso, mientras los actores de siempre se proclaman guardianes del orden constitucional.
Cuando el poder usa la ley como disfraz, la democracia peligra.
Celebrar este aniversario, entonces, se parece menos a una fiesta nacional y más a una cena incómoda en la que todos conocen al tío corrupto, pero nadie lo menciona por miedo a perder la herencia. Porque sí, el texto constitucional sigue siendo noble, eso nadie lo niega, pero ha sido capturado como rehén por quienes lo recitan con una mano en el pecho y la otra en la caja fuerte.
Y no se trata de un problema solo guatemalteco. En muchas democracias frágiles, el mayor peligro ya no es el golpe de Estado militar, sino el golpe legal, una toma del poder que no rompe la ley, sino que la vuelve cómplice.
La pregunta, entonces, no es si la Constitución es buena. Lo es. La pregunta es si estamos dispuestos a defenderla como contrato común, incluso cuando nos incomoda. Porque mientras la Constitución siga siendo un disfraz para simular institucionalidad, será imposible hablar en serio de democracia.
Una Constitución vale tanto como el compromiso con que se honra. Guatemala ha demostrado que puede redactar textos hermosos. Lo que falta, y ha faltado muchas veces, es el coraje de vivirlos. Y ese coraje no se delega; o lo ejercen los ciudadanos o lo secuestran los poderosos.
Cuarenta años después, la Constitución sigue ahí. Pero, si queremos que viva, habrá que dejar de aplaudirla y empezar a ejercerla.