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Falsos moralismos contra Arévalo
Sin excepción, a todos les dijeron “no, gracias”.
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El Gobierno guatemalteco intentó retirar la reserva sobre el artículo 27 de la Convención de Viena e, inevitablemente, reinició un debate en el país sobre la supremacía entre tratados internacionales y el derecho interno. Esta es una controversia fascinante, de añeja discusión, que genera interminables debates teóricos. Pero, además, es de máxima importancia para grupos de interés que necesitan blindar al país de influencias exteriores, pues temen la limitación del poder que ejercen internamente. Sus discursos toman tonos nacionalistas que dicen proteger un ethos nacional de influencias extranjeras. Se proclaman como protectores de valores tradicionales, insistiendo que estos son inherentes a la cultura guatemalteca. Se tiñen de tal forma que cuesta distinguir la línea entre lo gubernamental y lo religioso. Se amparan en que el pueblo nuestro es conservador. Esa legitimación política, sin embargo, sufrió una abolladura.
Estas fuerzas de poder han hecho una nueva ofensiva contra Arévalo, echándole su maquinaria de comunicación por haberse atrevido a amenazar, según ellos, la supremacía constitucional; y con ella, esos valores que llaman tradicionales, pero que ininterrumpidamente conectan con lo cristiano. Aquí no pretendo ingresar a la discusión sobre si la intención del Ejecutivo fue ponderar al Derecho internacional sobre el interno. Ni tampoco a la de si el pueblo guatemalteco es así de religioso-conservador como estos grupos de poder lo afirman. Es mi pretensión, más bien, discernir sobre si el presidente está comprometido con esas apariencias morales o si, en cambio, recibió un mandato electoral totalmente distinto. Distinto a falsos cristianismos que —por fortuna— fueron detectados, evidenciados y rechazados rotundamente en las urnas.
La cancillería actual, con sus retos, demuestra regresar seriedad a la institución.
En las elecciones presidenciales, el electorado rechazó a quienes usaron los valores tradicionales. A los candidatos que insistieron en mezclar política con religión. Sin excepción, a todos les dijeron “no, gracias”. En la lista de resultados, los últimos lugares están llenos de quienes, más que presidentes, sonaban como pastores evangélicos. Los de las fingidas vocecitas envolventes, que suenan tan falsas a la hora de responder con parábolas bíblicas a preguntas sobre el país. Muchos así pretendían esconder conexiones con la corrupción. El pueblo lo detectó y lo rechazó. Revelador fue el caso de la UNE que, sin ese mensaje religioso, ganó la primera vuelta. Pero que perdió rotundamente la segunda, cuando increíblemente tomó un fuerte tono cristiano. El 61% respondió, haciendo de Arévalo el presidente más votado de la historia.
En ciclos recientes, la diplomacia nacional fue prostituida por charlatanes que abanderaron esa falsa moralidad. Oraron mientras entregaron al país por favores personales. La cancillería actual, con sus retos, demuestra regresar seriedad a la institución. Se ven alineados al fin supremo del Estado: el bien común. Para ello han de superar cotorreos de falsos cristianismos populistas que azuzan con cortinas de humo. Con discursos reducen la Constitución únicamente a los principios que luego utilizan. Se refieren al aborto y al reconocimiento de los derechos LGBTQ+. Pretenden apropiarse del pensamiento nacional cuando una buena referencia de este es el resultado electoral que les fue adverso. Intentan deslegitimizar un mandato legítimo y constitucional. Son bulla perniciosa. En especial en un momento cuando aranceles internacionales y amenazas de impuestos sobre las remesas demandan amplio respaldo a nuestra cabeza diplomática.