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Servicios públicos. Se ha perdido el rumbo.
La Ley de Servicio Civil era el rumbo constitucional. En su lugar, unos pactos colectivos leoninos y negociados en secreto son el rumbo al caos.
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Cuando un barco ha de recorrer unas cinco millas náuticas, un error en la fijación de su rumbo de unos pocos grados no le impedirá llegar a puerto. Fuera de condiciones climáticas muy extremas, el puerto estará a la vista a tiempo para corregir el rumbo. Pero, cuando un barco ha de recorrer cien o más millas náuticas, ese mismo error de rumbo muy probablemente le impedirá que llegue a puerto.
Creo que algo parecido ocurre cuando se desnaturaliza una institución jurídica. Al principio, la desviación parece inocua. De los responsables se escuchan expresiones como “no hay que ser más papista que el Papa” o “eso no está escrito en piedra ni es ley mosaica”. Y, así, paso a paso, lo que al principio parece una pérdida de rumbo sin consecuencias, termina en una deformación sustantiva y no pocas veces caótica.
Creo que algo así ha ido ocurriendo con el servicio civil, y la situación actual de la educación pública es, desgraciadamente, la más costosa evidencia para la sociedad guatemalteca.
Una cosa es tener derecho a la huelga y otra muy diferente es sustituir la Ley de Servicio Civil por unos pactos colectivos leoninos negociados en secreto.
Imagino que, cuando en algún momento en 1984, al discutirse la Constitución Política vigente, alguien dijo: —“Los trabajadores del Estado deben tener derecho a la huelga”, el constituyente que replicó: —“el Estado no es un patrono ni quienes prestan sus servicios en las administraciones públicas son trabajadores” recibió, precisamente, aquellos comentarios: —“No seas más papista que el Papa, no seas dogmático”.
Y, sin embargo, él tenía razón. Cuarenta años después, aquella aparente distinción que no hace una diferencia, nos ha llevado a la más increíble deformación del concepto de “servicio público”, a una inimaginable perversión de las funciones de los “servidores públicos”. En teoría, esos cientos de miles de sindicalistas debieran ser los conductos por los cuales el Estado entrega a los ciudadanos seguridad, justicia, educación, salud, cultura, infraestructuras públicas y un largo etcétera. En la práctica, son grupos de presión agrupados a las órdenes de unos líderes que están dispuestos a sacrificar a millones de niños, de enfermos, de transportistas y automovilistas, en fin, de contribuyentes, de personas inocentes que soportan las consecuencias de las graves deformidades del sistema.
No tiene caso discutir si debiera o no haber derecho a la huelga en el sector estatal. Está en la Constitución. Sin embargo, una cosa es tener derecho a la huelga y otra muy diferente es sustituir la Ley de Servicio Civil por unos pactos colectivos leoninos negociados en secreto. La Constitución también manda que las relaciones entre el Estado y sus “trabajadores” (debiera decir “funcionarios”) debe regirse por esa ley. Pero, perdiendo el rumbo, quizás creyéndose muy progresistas, una larga cadena de políticos ha estado dispuesta a sacrificar a quince o más millones de ciudadanos para contentar a unos doscientos mil sindicalistas. Esos políticos lo han tenido claro: los ciudadanos no van a marchar por las calles, no van a acampar en la Plaza de la Constitución, no van a bloquear carreteras, etcétera. Los sindicalistas sí. Además, igualmente confundidos, muchos formadores de opinión van a identificar a esos “trabajadores” como víctimas de un “patrono” encarnado, en ese momento, por ese político. Y así, aquellos diez grados que, al zarpar, no parecían gran cosa, han llevado al país a un puerto al que nunca quiso llegar: unos servicios públicos caóticos.