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Por los pasillos de la tienda chapina
Hay oportunidades que llegan una vez en una vida.
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Nunca había visto miltomates tan grandes como los de un canasto en la sección de verduras frescas, en la tienda hispana en Canton, Georgia. Solo por curiosidad, uno se podría pasar un día entero viendo cada anaquel en este lugar. Saturado hasta su último rincón, en los pasillos, mil y un productos, casi todos traídos desde el país natal del propietario emprendedor que, décadas atrás, partió de estas tierras del quetzal hacia un norte que ahora llama casa. Muchos hoy sabemos que en estos lejanos lares ahora casi cualquier producto alimenta el segmento de lo que se llama el comercio de la nostalgia. Yo, personalmente, he entrado a tantas de estas tiendas que reconocería su olor, aunque en los ojos tuviera una venda. Pero nunca deja de asombrar y sorprender hasta dónde, cuánto y cómo todo se ha transportado para llenar un hoyo en el corazón de aquel que a su terruño extraña.
El comercio tiene ciertas máximas básicas que todos podemos imaginar. El precio es una. De suponerse es que el precio más bajo gana el mercado. La disponibilidad es otra. Un producto que presenta facilidades para llegar al consumidor tiene puntos ganados a su favor. Pero el comercio que se da en estas tiendas de nostalgia es un desafío diario a esas máximas citadas. Lo que se vende ahí, en la mayoría de los casos, son productos que tienen muchos sustitutos en el mercado estadounidense. El precio de estos últimos es más competitivo. Pero aquí se siguen otras normas, que a veces rayan el borde del absurdo.
Nunca deja de asombrar y sorprender hasta dónde, cuánto y cómo todo se ha transportado para llenar un hoyo en el corazón de aquel que a su terruño extraña.
Un caso dramático de esto lo veo en esta tienda, situada cerca de Atlanta. Urbe que es la sede global de la marca Coca Cola, ciudad donde esta bebida se creó y donde se produce una parte significativa del consumo a nivel nacional de la bebida. Aun, en la tienda chapina, la cola se vende en cuatro presentaciones, embotelladas unas en México y las otras en Honduras. Tanta es la fuerza de la costumbre, que el sobreprecio por semejante vuelta se paga, aun en las periferias de la ciudad misma al que este gigante global llama hogar. Los hispanos te dirán que, aunque más accesible, la Coca gringa simplemente no sabe igual.
Devuelvo las botellas de vidrio y recorro estos pasillos que huelen a exóticas especias. Y no es para menos. Llego a una nutrida sección con toda hoja y semilla habida y por haber. Si uno quiere hacer pepián, ahí hay pepitoria y ajonjolí, tropicalmente empacados. Juntito, el chile pasa y chile guaque en diversas presentaciones, junto a la moringa, que parece ser muy popular aquí. Veo una camioneta miniatura de adorno que dice “Momos” en el costado. En la sección de ropa, un licuado de modas vaqueras, tejidos mayas y la estética que sincretiza al quetzal con la bandera gringa gritan que aquí se formó una cultura.
Hay oportunidades que llegan una vez en una vida. Y eso dan quienes emigraron a las marcas nacionales. Un escuintleco llegó inflamado hace unos minutos a la tienda. En la sección de medicamentos sin prescripción una voz pasó por su recuerdo: “¡Que le den Vitaflenaco!”. Y de eso fue la caja que pidió. Mañana, tal vez, los compañeros de trabajo, de muchas nacionalidades, le preguntarán qué tomó para aliviarse. Y la marca tomará el maravilloso camino del boca en boca, compartiendo experiencias, rompiendo fronteras hacia horizontes antes inimaginados. Cierto es que la persecución contra el hispano golpea ahora un segmento potente. Pero la oportunidad está vigente. Si no, que lo diga el mismo Trump. Recién lanzó una campaña para que Coca Cola USA se cambie a caña de azúcar, como su versión hispana. Él dirá que no. ¿Pero dónde creen ustedes que conoció esta versión de la icónica bebida?