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“Si el joven supiese y el viejo pudiese”
Aún hay signos de esperanza: abuelos que oran con sus nietos.
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Hace cuatro años, el papa Francisco instituyó la Jornada Mundial de los Abuelos y Mayores, que desde entonces se celebra el cuarto domingo de julio, cerca de la memoria de los santos Joaquín y Ana, abuelos de Jesús. En muchos países ya existía el Día de los Abuelos, pero ahora adquiere una dimensión universal, recordándonos que los mayores “son un don de Dios”. Esta jornada proclama, sin ambigüedades, la grandeza de la vejez frente a una cultura que idolatra cada vez más la juventud.
Aún hay signos de esperanza: abuelos que oran con sus nietos.
En la cultura del descarte, lo que no es nuevo, rápido y funcional se desecha. Esta lógica se aplica también a las personas. La vejez puede quedar relegada como una etapa inútil, socialmente costosa, sin cabida en una sociedad que premia solo lo productivo y eficiente. El culto a la juventud genera indiferencia hacia quienes ya no se consideran útiles, alimentando una soledad estructural que provoca enfermedades mentales, abandono afectivo y pobreza. Esto es una forma encubierta de violencia social
Cuando se desprecia a los mayores, se pierde la memoria colectiva, y con ella, la historia y los valores acumulados. El papa León XIV, en su mensaje para esta jornada, advierte con claridad que “nuestras sociedades, en todas sus latitudes, se están acostumbrando con demasiada frecuencia a dejar que una parte tan importante y rica de su tejido sea marginada y olvidada”. El mensaje es claro: los ancianos no deben ser vistos como una carga pasiva, sino reconocidos como sujetos activos en la construcción del tejido humano.
Un refrán popular expresa con sencillez: “Si el joven supiese y el viejo pudiese”. No se trata solo de una frase ingeniosa, sino una reflexión casi dolorosa sobre la desconexión entre sabiduría y capacidad que muchas veces marca la relación entre generaciones. Una juventud sin referentes se vuelve vulnerable a ideologías superficiales y modas pasajeras. De este modo se rompe la transmisión de la fe, de los valores y del sentido de pertenencia. El riesgo del joven es la presunción, y el del anciano, la desesperación; por eso, el Papa exhorta a los primeros a no cortar sus raíces, y a los segundos a no rendirse al aislamiento: “La fragilidad de los ancianos necesita del vigor de los jóvenes […], la inexperiencia de los jóvenes necesita del testimonio de los ancianos para trazar con sabiduría el porvenir”.
La situación de los adultos mayores en Guatemala confirma que las palabras del Papa no son mera retórica. En el país, más de la mitad de los mayores de 60 años vive en condiciones de pobreza, con acceso limitado a la salud, a la seguridad social y a espacios de participación. La migración y la desintegración familiar han dejado a muchos sin una red de apoyo. Las mujeres ancianas son las más vulnerables. Mientras el Papa llama a una “alianza entre generaciones”, Guatemala enfrenta una creciente fractura entre el pasado que los ancianos representan y el futuro que parece no necesitarles.
A pesar de todo, aún hay signos de esperanza: abuelos que oran con sus nietos, ancianos que siguen sirviendo, comunidades cristianas que los visitan. En medio del desamparo, también florecen espacios de ternura que anticipan el Reino. En el evangelio de domingo (Lucas 11, 1-13), Jesús enseña el Padre Nuestro e invita a pedir con confianza: “Pidan y se les dará”. Esta oración se convierte en el clamor silencioso de miles de ancianos enfermos, que oran en soledad y que piden ser vistos, cuidados, escuchados. Es también la expresión de una esperanza: la de “trabajar por un cambio que restituya a los mayores estima y afecto”.