Sin seguridad ni justicia, no hay país

Sin seguridad ni justicia, no hay país

Cuando el delincuente sabe que no será castigado, la ley pierde su efecto disuasivo.

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Resumen Automático

01/08/2025 00:03
Fuente: Prensa Libre 

Toda nación que pretenda avanzar necesita dos columnas vertebrales, seguridad y justicia. No son lujos democráticos ni adornos institucionales. Son el cemento que sostiene la democracia, la condición básica para que la ley exista más allá del papel, y para que el ciudadano se sienta protegido por el Estado. Cuando estos valores fallan, no importa cuántos tratados se firmen o cuántas elecciones se celebren, el Estado se desangra desde dentro.

La ausencia de seguridad y justicia condena a cualquier nación al caos, la impunidad y el estancamiento económico.

En Guatemala, estas dos columnas están fracturadas. La seguridad como tal no existe, lo que se nos presenta como tal es frágil y errático. La justicia es ineficiente, selectiva y, muchas veces, tiene un precio. El resultado es un país donde el crimen tiene más certeza que el castigo. En los primeros meses de 2025, los homicidios aumentaron un 25 % respecto al mismo período del año anterior. Las extorsiones —el impuesto del miedo— superaron las 2 ,400 denuncias solo en enero. Pero más allá de las estadísticas está la realidad cruda que muchos prefieren no ver.

En este contexto, la ausencia del Estado es más clamorosa que su propia presencia. El ciudadano no llama a la policía porque los percibe como ineficientes o no confiables. No denuncia porque sabe que el expediente será archivado sin avances. Y, si llega a juicio, enfrenta un sistema congestionado, manipulado y plagado de corrupción. Si el juez se enferma, el caso puede quedar paralizado por meses. Menos del 10 % de las denuncias penales llegan a juicio. Muchas mueren por tecnicismos, falta de pruebas o simples pactos de impunidad.

El problema no es la ausencia de leyes, sino la falta de voluntad para hacerlas valer. Una densa red de intereses que envuelve al sistema judicial lo ha convertido en un terreno minado. En estas condiciones, la justicia no es ciega, sino miope y, con demasiada frecuencia, cómplice. La impunidad reina en el sistema, y mientras el delincuente sepa que no será castigado, la ley pierde todo poder disuasivo. La democracia se erosiona, la economía se asfixia y la población busca salida, aunque sea lejos de su país.

La violencia no es solo el disparo en la calle, también es la corrupción en las cortes, el expediente que se archiva sin justicia, el juez que actúa por encargo, el fiscal que guarda silencio. La justicia se vuelve inalcanzable para quienes no tienen influencia ni dinero, aunque debería ser una obligación del Estado para todos. Y la seguridad no se mide por patrullas o capturas, sino por la capacidad real de hacer cumplir la ley, sin excepciones ni pactos bajo la mesa.

Nadie invierte en un país donde el crimen impone las reglas. Los empresarios no arriesgan su capital donde el Estado no ofrece seguridad jurídica. Ningún turista visita un lugar donde salir de noche o caminar por el centro implica jugarse la vida. La ausencia de seguridad y justicia no solo desgarra el tejido social, también destruye la economía, el empleo y cualquier horizonte de futuro.

Frente a este escenario, el silencio del presidente Bernardo Arévalo resulta imperdonable. Fue elegido con la promesa de rescatar las instituciones, pero su gestión, hasta ahora, ha sido débil en enfrentar esta urgencia. No hay una política nacional de seguridad clara, ni una ofensiva frontal contra la impunidad. Guatemala necesita un liderazgo que entienda que la ley no puede ser optativa. Gobernar también es imponer orden.

Tal vez debería mirar hacia el sur. Nayib Bukele, en El Salvador, entendió que sin seguridad no hay país posible. Su modelo puede ser polémico, pero devolvió las calles a los ciudadanos. En Guatemala, seguimos entregándolas al crimen. Y cada día que pasa sin una respuesta firme, institucional y coherente es un día más perdido frente al abismo.