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El ICE se llevó a la mitad del personal de esta empresa. ¿Qué harán ahora?
Desde que el presidente Trump dio luz verde para las redadas masivas, muchas empresas están indignadas y preocupadas porque se están quedando sin mano de obra cualificada.
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Se juntaron en una sala de conferencias para la reunión semanal de la dirección, a pesar de que apenas quedaba nadie a quien dirigir. Chad Hartmann, presidente de Glenn Valley Foods en Omaha, empujó unas cuantas sillas vacías a un lado de la sala y luego pasó una hoja con las últimas cifras de producción. “Respiren hondo y prepárense”, dijo.
Durante más de una década, los informes de producción de Glenn Valley habían contado una historia de ascenso constante: nuevas contrataciones, nuevas líneas de fabricación, nuevos récords de ventas para una de las empresas cárnicas de más rápido crecimiento del Medio Oeste de Estados Unidos. Pero, en cuestión de semanas, la producción se había desplomado casi un 70 por ciento. La mayor parte del personal había desaparecido. La mitad del personal de mantenimiento estaba en proceso de deportación, el director de recursos humanos había dejado de ir al trabajo y más de 50 empleados estaban retenidos en un centro de detención de la Nebraska rural.
Hartmann, de 52 años, dobló la hoja impresa en cuadraditos y esperó a que se hiciera el silencio.
“Bueno, esto les da una idea bastante certera del trabajo que tenemos por delante”, dijo.
“Es un arrasamiento”, dijo Gary Rohwer, el propietario. “Estamos reconstruyendo desde cero”.
Habían pasado casi tres semanas desde que decenas de agentes federales llegaron a la puerta de la fábrica con un ariete y una orden de arresto contra 107 trabajadores de quienes dijeron que eran migrantes indocumentados que utilizaban documentos de identidad falsos. Esa operación era parte de una oleada de redadas en centros de trabajo que llevó a cabo el gobierno del presidente Donald Trump este verano. Los asesores del mandatario habían fijado un objetivo de tres mil detenciones diarias, desplazando el foco de la aplicación de la ley de la frontera al corazón de la economía estadounidense. Trump había prometido perseguir a los “criminales sedientos de sangre” durante su campaña, pero también prometió la “mayor deportación masiva de la historia”, lo que significaba que los agentes estaban deteniendo a cientos de inmigrantes de cocinas de restaurantes, huertos de aguacates, obras de construcción e instalaciones de procesamiento de carne, donde la mayor parte de la mano de obra era de origen extranjero.
Rohwer, de 84 años, siempre había utilizado un sistema federal en línea llamado E-Verify para comprobar si sus empleados cumplían los requisitos para trabajar, y la propia Glenn Valley Foods no había sido acusada de ninguna infracción. Rohwer estaba registrado como republicano en un estado conservador, pero en las elecciones de 2024 votó por primera vez por un demócrata, en parte por el trato que Trump les daba a los inmigrantes. Rohwer no podía cuadrar las acusaciones del gobierno de “falta de honradez criminal” con los empleados que había conocido durante décadas como “la sal de la tierra, personas increíbles que ayudaron a construir esta empresa”, dijo. La mayoría no tenían antecedentes penales, aparte de algunas infracciones de tráfico. Muchas eran madres trabajadoras, y ahora llamaban a la oficina desde el centro de detención para pedir asesoramiento jurídico. Sus hijos, ciudadanos estadounidenses, estaban teniendo dificultades en casa y, en algunos casos, subsistían con donaciones del filete congelado de la empresa.
“Sigo furioso por lo que le ocurrió a nuestra gente, pero tenemos que mantener las máquinas en funcionamiento”, dijo Rohwer. “Necesitamos más gente capacitada y lista para trabajar”.
“¿Capacitados por quién?”, preguntó otro directivo. “Hemos perdido a todos los supervisores. Si hacías funcionar una máquina o comprobabas las temperaturas o hacías algo importante, ya no estás”.
“Entonces retomamos nuestra contratación”, dijo Rohwer.
Se asomó al vestíbulo y vio a tres mujeres llenando solicitudes. Glenn Valley pagaba bien, con un salario promedio por hora de casi 20 dólares y bonificaciones periódicas, pero el trabajo era repetitivo y exigente. Los empleados, procedentes en su mayoría de México y Centroamérica, trabajan de pie en una línea de producción hasta 10 horas al día, seis días a la semana, y procesaban cientos de kilos de carne con maquinaria peligrosa en una fábrica fría.
Desde que los videos de la redada se difundieron por las redes sociales, Rohwer había respondido a decenas de llamadas de desconocidos que lo acusaban de “robar empleos estadounidenses”. Pero Nebraska sufría una escasez de trabajo, con solo 66 trabajadores cualificados por cada cien puestos. Además, casi todos los nuevos solicitantes de la empresa eran inmigrantes hispanos.
“Hay algunos trabajos que los estadounidenses no quieren hacer”, intentó explicar Rohwer a uno de los interlocutores. “Estamos atrapados en un sistema roto”.
El Departamento de Seguridad Nacional había acusado a muchos de los antiguos empleados de la empresa de trabajar con identificaciones robadas, que E-Verify no siempre detectaba si el propio número de la identificación era válido. Rohwer se había reunido con funcionarios tras la redada para pedir un sistema mejor, y le dijeron que siguiera utilizando E-Verify. Un agente le dio un número de teléfono directo al que podía llamar si tenía preguntas sobre contratación. Hartmann lo intentó una vez y estuvo en espera durante 57 minutos antes de darse por vencido.
“Dijeron que lo único que podíamos hacer era verificar, verificar y verificar”, dijo Rohwer.
“Pero eso ya lo estamos haciendo”, dijo Hartmann. “¿Cómo podemos evitar esa situación?”.
El primer paso que tomó fue reconstruir el proceso de contratación. Una mañana, Hartmann se reunió en su despacho con el empleado más reciente de la empresa, Alfredo Moreno. Era el segundo día de Moreno como director de recursos humanos. Aún no tenía oficina y nunca había visto la fábrica, pero Hartmann le había dado decenas de solicitudes para que las revisara.
“¿Cuántas personas has perdido en total?”, preguntó Moreno.
Hartmann miró su computadora e intentó contar. “Detuvieron a 76, lo que no incluye a quienes estaban demasiado conmocionados como para volver”, dijo. “¿Cómo ocurre eso si utilizas el E-Verify y lo haces todo de la manera correcta?”.
“Creo que puedo ayudarte con esa parte”, dijo Moreno.
Había pasado los últimos 25 años haciendo contrataciones para plantas porcinas y fábricas de pollos de todo el medio oeste, y se había presentado en Glenn Valley sin avisar unos días después de la redada, convencido de que comprendía su problema. A lo largo de los años, Moreno había revisado a cientos de solicitantes mediante E-Verify, cotejando sus números de identificación y del Seguro Social con los registros federales para confirmar que cumplían los requisitos para trabajar.
Según su experiencia, E-Verify era bueno comprobando números, no personas. El gobierno sostenía que los empleados de Glenn Valley habían usado documentos de identidad robados. Un número pertenecía a una estudiante de enfermería de Misuri, quien perdió sus préstamos estudiantiles como consecuencia del robo de identidad. Otro era de un hombre con discapacidad de Texas, quien ya no podía obtener sus medicamentos.
Moreno le dijo a Hartmann que la única manera de evitar realmente el fraude era examinar las identificaciones con luces negras y lupas para asegurarse de que no eran falsas, y luego entrevistar en persona a cada posible empleado. Había memorizado los acentos regionales y estudiado las geografías de Centroamérica, Puerto Rico y la República Dominicana. Calculaba que aproximadamente la mitad de las personas a las que entrevistaba para trabajos de procesamiento de carne mentían sobre algún aspecto de su documentación.
“Les pregunto dónde nacieron, en qué ciudad, adónde viajaron”, dijo Moreno. “¿Coincide la persona sobre el papel con la persona en la silla? No quiero decir que interrogue, pero hago preguntas muy concretas sin discriminar”.
“Sí, eso me gusta”, dijo Hartmann. “Porque no podemos volver a pasar por esto. Sinceramente, fue muy traumático para todos los implicados”.
Hartmann empezó a contarle a Moreno lo que pasó ese martes por la mañana, cuando la empresa vivía uno de sus mejores meses en 12 años. Más de 130 trabajadores entraron en la fábrica a las 7 horas. Las cinco líneas de fabricación empezaron a moverse a toda velocidad. Hartmann estaba degustando un nuevo producto cárnico con el equipo de ventas cuando oyó que llamaban a la puerta principal. Entró en el vestíbulo y vio a varios agentes con chalecos tácticos, porras y pañuelos para cubrirse la cara.
Lo primero que pensó fue que tal vez un empleado se había metido en un lío, pero entonces vio varias furgonetas del gobierno, un dron que sobrevolaba el techo y decenas de agentes que rodeaban la propiedad. “Vamos a estar muy ocupados aquí”, dijo uno de los agentes.
Pasaron junto a Hartmann y entraron en la fábrica, gritaban instrucciones en español y le decían a los trabajadores que salieran con las manos en alto. La mayoría obedeció, pero algunas decenas de personas empezaron a gritar y a correr. Un grupo de cinco mujeres trepó por pilas de palés de embalaje. Otros trabajadores se encerraron en congeladores industriales, y solo salieron cuando perdieron la sensibilidad en brazos y manos.
Hartmann vio que un trabajador de mantenimiento llamado Marvin Zepeda, de 37 años, se escabulló hacia el techo con su cinturón de herramientas. Zepeda era responsable de la limpieza de las oficinas, y sus compañeros lo habían propuesto una vez para empleado del mes por su capacidad para reír y contar chistes, incluso mientras revisaba las ratoneras. Ahora Zepeda se apretujaba en un entresuelo del techo y se resistía a las órdenes de salir, donde supuestamente apartaba a los agentes al mostrar su cúter y otras herramientas. Un agente le disparó con una pistola paralizante. Zepeda se sacó las sondas de la pierna, se adentró más en el entretecho y arrojó herramientas en dirección a los agentes. Volvieron a darle descargas eléctricas y lo amenazaron con enviar un perro. Por último, un encargado de la fábrica entró en el entretecho, tranquilizó a Zepeda y ayudó a convencerlo de que se rindiera. Los agentes le inmovilizaron las muñecas y lo sacaron de la fábrica. Zepeda vio a Hartmann en el vestíbulo y le dirigió una sonrisa y un pulgar hacia arriba mientras los agentes lo llevaban a un autobús con las ventanillas oscuras.
“Todo esto me ha desgarrado, y obviamente yo lo tenía fácil”, dijo Hartmann a Moreno.
“Es terrible para todos”, dijo Moreno. “He visto empresas enteras hundirse tras una redada. La cadena de suministro se estanca. Los precios de la carne suben. Los consumidores pagan más”.
“El efecto dominó”, dijo Hartmann, asintiendo. Sacó una lista de exempleados de la empresa y empezó a leer nombres: Ruiz. Gonzalez. Hernandez. Rodriguez.
“Esa es la parte en la que sigo pensando”, dijo Hartmann. “¿Qué les ocurre a estas personas?”.
A la familia de Elizabeth Rodriguez le tomó tres díasaveriguar dónde estaba. Sus hijos vieron la redada en Facebook y otros videos en internet en los que Rodriguez, de 46 años, era conducida a un autobús con su bata de fábrica y su casco. Su hijo mayor, Omar, de 23 años, buscó en los registros de detenciones y se puso en contacto con sus compañeros de trabajo, la policía y los políticos locales. “¿Adónde se la llevan?”, preguntaba una y otra vez, hasta que su madre llamó desde un centro de detención localizado al otro lado del estado.
“Esta llamada estará limitada a 15 minutos”, advertía una grabación, y desde entonces su vida giraba en torno a esas llamadas.
Ahora Omar sintió que su teléfono volvía a sonar en su bolsillo y comprobó el número. “Cárcel de mamá”, decía el identificador de llamadas. Contestó y esperó a que se conectara la línea.
Sus padres habían pasado los últimos 25 años en Omaha, construyendo una vida indocumentada con tanto esmero que a Omar empezó a parecerle “normal, incluso estable”, dijo. Sus padres se conocieron en México y en su adolescencia cruzaron la frontera a pie. Se casaron, encontraron trabajo en Nebraska y compraron una casita en las afueras del centro de la ciudad, donde pudieron criar a sus cuatro hijos, todos ciudadanos estadounidenses. Unos meses antes, Omar había animado a su madre a contratar a un abogado para que la ayudara a explorar una vía hacia la ciudadanía. Tenía un “caso perfecto”, escribió el abogado: sin antecedentes penales. Lazos antiguos con la comunidad. Un trabajo estable con buenas evaluaciones.
Trabajó horas extras para pagar los honorarios del abogado y se cuidó las llagas de los pies. No estaba en su naturaleza quejarse, ni siquiera ahora, de la redada, del centro de detención o del abogado al que aparentemente ya no podía contactar.
“¿Cómo estás?”, preguntó Omar en español cuando Elizabeth se puso al teléfono. Sus hijos se reunieron en el sofá y se acercaron al aparato.
“Estoy bien”, dijo ella. “Cuéntenme de ustedes. ¿Están comiendo? ¿Durmiendo?”.
“No te preocupes”, dijo Omar. “Todo está bien”.
Así era como sobrevivían a estas llamadas: cada parte tranquilizaba a la otra incluso mientras seguían sufriendo. Omar trabajaba en las noches en un centro de atención al cliente de la localidad para ayudar a pagar la comida. Sus dos hermanas menores, de 17 y 13 años, intentaban cocinar para la familia con las recetas de su madre. El hermano menor de Omar, de 7 años, se despertaba por la noche con falta de aire, jadeando y ahogándose, hasta que Omar lo llevó a urgencias. Los médicos dijeron que sufría ataques de pánico. Nunca había pasado una noche lejos de Elizabeth, y no sabía lo que significaba ser indocumentado, detenido o deportado. La familia había decidido que lo mejor era decirle que su madre seguía en el trabajo.
“Volveré pronto a casa”, le dijo ella.
“¿Cuándo?”, preguntó él.
“Aún no lo sé”, dijo ella. “Hago lo que puedo”.
“Te quedan cinco minutos de llamada”, dijo la voz automática.
Omar tomó el teléfono para que pudieran hablar de la logística de su caso. Había rechazado la oferta del gobierno de 1000 dólares y un boleto de avión gratuito para autodeportarse a México. Omar estaba en la fase final de pedir prestados US$5 mil para pagar su fianza y que pudiera quedar en libertad con su familia mientras su caso de deportación se desarrollaba en los tribunales.
Todos habían empezado a redactar cartas para presentarlas en su nombre. La hermana mayor de Omar, de 17 años, había escrito sobre cómo su madre la había apoyado durante episodios de depresión, ayudándola a encontrar un terapeuta y a cambiar de escuela. “Sigo viva gracias a mi madre”, le escribió al juez. “Ahora que se ha ido, es como si me rompiera un poco más cada día. Temo lo que nos pasará si ella no puede regresar a casa”.
“Te queda un minuto”, dijo la voz automatizada.
“¿Sigues ahí?”, preguntó Omar.
“Sí, estoy aquí. Los quiero a todos”, dijo, y los niños se despidieron por turnos.
“Todo va a salir bien”, le dijo Omar, pero la línea ya estaba muerta.
La fábrica estaba vacía. Las máquinas estaban apagadas. Los pedidos pendientes seguían acumulándose mientras un personal mínimo llegaba a las 7:00 a. m. para reiniciar las líneas de fabricación.
Hartmann paseó por el vestíbulo, y repartió cafés y saludó a ocho nuevos empleados que se presentaban a su primer día. Ya habían sido entrevistados y contratados, pero no podían empezar hasta que no estuvieran autorizados para trabajar mediante E-Verify, así que una encargada llamada Daisy Hernandez llevó sus identificaciones y los formularios I-9 a su despacho y empezó a teclear los números.
Ninguna de las ocho personas recién contratadas era ciudadana estadounidense. Habían presentado documentación basada en green cards, números de registro de extranjero, visados temporales y autorizaciones para trabajar. Hernandez intentó entrar en E-Verify, pero su contraseña no funcionaba. Volvió a intentarlo y la cuenta se bloqueó.
“¿Qué tal va?”, preguntó Hartmann al pasar por la oficina de Hernandez, pero la respuesta estaba implícita: los nuevos empleados esperaban en la sala de descanso. Las líneas de fabricación se retrasaban cada vez más. Hernandez pidió ayuda al exdirector de recursos humanos de Glenn Valley, y a los pocos minutos logró entrar de nuevo a la cuenta. Tecleó una nueva serie de nombres en el mismo sistema y revisó al primer empleado.
“La información introducida no coincidía con los registros del DHS”.
“Quedan siete”, dijo Hernandez. Dejó la solicitud a un lado y pasó a la siguiente.
“Extranjero autorizado para trabajar”, decía.
Cruz. Rivas. Lopez. Dominguez. “Autorizado para trabajar”, decía, y aunque el sistema les hubiera fallado antes, seguía siendo lo que el gobierno sugería que utilizaran. Hernandez imprimió un lote de identificaciones de la empresa y los llevó a la sala de descanso, donde siete nuevos empleados esperaban sus últimas palabras de la capacitación.
“Gracias por estar aquí en nuestros momentos de necesidad”, dijo Hartmann, mientras miraba la sala y tomaba nota de todas las personas que aún faltaban.
Otro encargado informó a los empleados sobre la seguridad alimentaria y repartió batas blancas y cascos de construcción. Luego abrió la puerta de la fábrica y se oyó una ráfaga de aire frío y el traqueteo de las máquinas. Los trabajadores se alinearon junto a un eslogan de la compañía, impreso en la entrada.
“Juntos logramos más”, decía, y entraron en la fábrica.