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Es hora de refundar el Estado en Guatemala
Las instituciones públicas fundamentales han experimentado y experimentan una paulatina decadencia. ¿Hasta cuándo?
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Durante casi cuatro décadas, Guatemala ha venido mostrando un debilitamiento paulatino de sus instituciones públicas fundamentales, un proceso que no parece detenerse. La raíz de este fenómeno radica, en buena medida, en la pérdida de sentido y respeto por la idea misma de institucionalidad. La creencia básica de que cada partido político sostiene y difunde una ideología clara, como fundamento de sus propuestas y programas de gobierno, hoy es prácticamente inexistente. Los últimos partidos que representaron ideologías razonablemente definidas —la Democracia Cristiana Guatemalteca, el Partido de Avanzada Nacional, el Frente Republicano Guatemalteco, la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca y la Unión del Centro Nacional— parecen haber quedado en el pasado. Las últimas cinco o seis elecciones, en lugar de ser escenarios de debate ideológico, se han convertido en una mezcla de populismo, alianzas oportunistas con grupos de interés, clientelismo y otras variantes del juego político cortoplacista.
La fragilidad del Estado guatemalteco no es misteriosa. Hay soluciones, a condición de que sus élites se comprometan y actúen.
Por otro lado, la independencia del Poder Judicial ha sufrido un deterioro tan profundo que resulta difícil entender cómo sobrevive el Estado. La manipulación de las reglas constitucionales para la selección y elección de magistrados, mediante acuerdos y tratos políticos, ha destruido el concepto mismo de justicia independiente. La credibilidad en la justicia y en las instituciones públicas ha quedado en el limbo, y la percepción de que la justicia se encarga o se negocia por intereses políticos o de poderosos ha calado hondo en la sociedad.
Las administraciones públicas, que alguna vez aspiraron a ser profesionales, han dejado de cumplir ese papel. El régimen del servicio civil, basado en oposiciones y méritos, fue sustituido en la práctica por negociaciones secretas, muchas de ellas ajenas al bien común, realizadas contra el texto constitucional por líderes sindicales y políticos interesados solo en sus propios apoyos y en mantenerse en el poder a toda costa. La Constitución y sus principios han sido constantemente violados para favorecer estos pactos, debilitando aún más la capacidad del Estado de actuar en favor de todos.
Pese a todo, el modesto crecimiento económico que Guatemala ha logrado en las últimas décadas —entre 3.5% y 4% anual— ha sido posible gracias, en parte, a la reforma constitucional de 1993 y a las remesas que envían aproximadamente tres millones de emigrantes. Sin embargo, esta estabilidad relativa es precaria y puede romperse en cualquier momento si no se cambian las raíces del problema. La fragilidad del Estado guatemalteco es evidente, y los riesgos que enfrenta son de gran magnitud. La falta de instituciones sólidas hace prever un escenario donde la inestabilidad podría convertirse en crisis definitiva.
Desde hace más de 25 años, una idea ha persistido en el discurso nacional e internacional: la necesidad de refundar el Estado. La pregunta clave es cómo lograrlo. A mi juicio, la única opción realista pasa por la responsabilidad de las élites. Es imprescindible que los sectores más importantes de la sociedad —el económico, el religioso, el intelectual y el profesional— asuman con firmeza la tarea de impulsar una reforma profunda del orden institucional. Esa reforma debe corregir los errores de diseño constitucional que han sido aprovechados por operadores políticos ingeniosos y asesores maquiavélicos, en perjuicio del bien común, la libertad y la justicia.
No hay otra salida si deseamos construir un Estado de derecho y una sociedad libre. La historia y la realidad reciente muestran que la mera voluntad política no será suficiente. Necesitamos una movilización ética y cívica de las élites, un compromiso genuino para transformar las estructuras que han hecho de Guatemala un país frágil y vulnerable.