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Lo que mi papá me dio
Voz: Fernando Cajas Fundamentalmente papá me dio amor, porque quizá imaginó, quizá me vio como el desprotegido niño aquel que apenas se hace un camino en la vida. Así que de mi papá recibí mucho amor. Pero el amor no vino solo, vino con el ejemplo de trabajo, el permanente trabajo de una generación […]
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Voz: Fernando Cajas
Fundamentalmente papá me dio amor, porque quizá imaginó, quizá me vio como el desprotegido niño aquel que apenas se hace un camino en la vida. Así que de mi papá recibí mucho amor. Pero el amor no vino solo, vino con el ejemplo de trabajo, el permanente trabajo de una generación de padres que nacieron justo en aquella depresión económica mundial en la década de 1930. Las mañanas iniciaban para nosotros al amanecer, lo que en el trópico significa la misma hora todo el año, todos los años, unos minutos antes de las 6 AM. Entonces se escuchaba su voz cantando aquella canción de guerra que su familia cantaba, imagino su papá, su abuelo, su tatarabuelo, con simulacro de un Tún y de una Chirimía, y el sonido de su voz simulando un tambor de guerra: «Arriba Tecún valiente, no temáis al enemigo, recordad que estoy contigo, que soy Witzil Sunum».
Los años han pasado. He buscado a Tecún valiente en los días duros, en las crisis graves, en su irreparable pérdida. Lo he encontrado en la dura historia de nuestra identidad cultural, no solamente tuya y mía, o sea, de mi papá y mía, sino de un pueblo que como dice la canción de Nino Bravo, aun no rompe sus cadenas.
Al nacimiento de mi papá vino, unos meses después, casi un año, la muerte de su mamá, para que se juntara a la Gran Depresión económica de 1930 la pérdida de un vínculo fundamental entre papá y su mamá, a quien buscó toda su vida, desde 1934 hasta su muerte, la muerte de papá, ochenta y tres años después buscaba a su mamá. A su mamá siempre la buscó, nunca la encontró. Y así, entre la depresión económica de la época y la consolidación de la Ciudad de Quetzaltenango, con su Luna de Xelajú, con sus marimbas icónicas, con su teatro, con su poesía, justo cuando ya Quetzaltenango era un foco cultural centroamericano, papá empezó su vida escolar, su vida de trabajo, su vida de padre.
A mi nacimiento en 1960 vino el primer campeonato del Xelajú Mario Camposeco, el equipo de fútbol en el que él había jugado papá en los años 50 y el equipo de donde era parte de la Junta Directiva que lo hizo Campeón en 1962. Mamá dice que me trajeron al estadio Mateo Flores a ver la final del partido entre Comunicaciones y Xelajú, papá lo confirma, pero yo por supuesto no lo recuerdo en mi mente, solamente lo recuerdo en mi corazón. Mis primeros recuerdos son las caminatas hacia la piscina de la localidad, a los cuatro o cinco años. La pequeña capa de hielo sobre la piscina llamada el Chirriez la rompíamos para entrenar natación, esa fue mi infancia, jugar fútbol, nadar, montar bicicleta, ir a la escuela.
Papá trabajaba desde temprano. Ya a las 5 de la mañana se duchaba brevemente con agua fría. Él cuidaba y respetaba el agua, decía que había que cuidarla, luego oraba y hacía una lista de cosas por hacer. Siempre llevaba un papelito y un lapicero en la bolsa de la camisa, era su «to do list», esa lista lo guiaba y decía que no entendía cómo la gente podía ir por el mundo sin su lista de objetivos y actividades diarias. Trabajaba incansablemente, siempre. El desayuno lo hacíamos juntos como familia, cada quien decía lo que iba a hacer y luego leíamos algún pasaje de la biblia. El almuerzo era más informal por los distintos horarios, pero la cena era un examen de hecho, de lo bien hecho, de lo mal hecho, de lo no hecho.
Papá era un ser humano con errores, con problemas, con vacíos existenciales a los cuales nunca les puso atención. Su terapia permanente fue el trabajo y el amor a su familia, toda. Tuvo esta empresa y falló, luego aquella y luego otra y medio triunfó, pero no, luego a finales de la década de los 60 decidió irse a trabajar a Estados Unidos y estuvo unos meses y regresó. Dijo, nos dijo, me dijo, que sin sus hijos su vida era nada. Aquí y así realmente triunfó económica, social y emocionalmente. Era un técnico autodidáctico, innovador. De ahí mi amor, mi respeto, mi admiración por la educación técnica. Era un comerciante, compraba, vendía. Nunca tuvo una cuenta de ahorros, decía que el dinero era para invertirlo en proyectos, siempre estaba endeudado. Sus hermosos ojos negros brillaban de joven y de a poco pasaron los años, yo salí de Quetzaltenango varios años, primero a la ciudad capital a estudiar ingeniería, luego a la Universidad de Panamá a estudiar aprendizaje de la matemática, luego a Estados Unidos con una beca Fullbright y así en mis viajes papá se me hizo viejo.
A mi regreso a Quetzaltenango me dediqué, sin saberlo, a conocerlo más, él 60 yo 40, luego él 70 yo 50. Yo en mis proyectos, él siempre activo en sus proyectos, sus inventos, su alegría de vivir. Dos o tres veces lo vi enojado en la vida. Era un ogro. Daba miedo. Era tierno casi siempre, pero enojado era otro mundo, quizá con eso se peleaba con la vida por haberle quitado a su madrecita tan temprano. La vida me dio un papá hecho de carne y hueso, de emociones descuidadas con un amor intenso a su familia, a sus hijos también, a todos, a su pueblo, Quetzaltenango. Yo 60, él 80, y me empieza a decir adiós con los pocos recuerdos celulares que de su mamá tenía. Dijo adiós con una frase lapidaria: «Se puede ser feliz en la vida, sea honesto y trabaje».
A veces he querido haber sido un mejor hijo. Me lo digo en las noches obscuras de soledad y en las tiernas madrugadas acompañado, me lo digo siempre, siempre me lo digo, pero amarlo más ya no podía. Abrazos papá, donde quiera que estés.