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Una economía resiliente
La economía mundial vive tiempos turbulentos; pero nuestra economía está en posición de resistirlos.
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Cuando Estados Unidos estornuda, el mundo entero se resfría. Y bajo el segundo mandato de Donald Trump, la seguidilla de estornudos se está convirtiendo en una tos crónica. En particular, la imposición de nuevos aranceles a escala global está —y sin previo aviso— ya dejando sentir sus efectos: desaceleración del comercio internacional, tensiones inflacionarias y un aumento de la incertidumbre económica, tal como lo advirtieron la semana pasada los informes de la Organización Mundial del Comercio y del Banco Mundial.
Guatemala, por supuesto, no es una isla. Nuestra economía inevitablemente sentirá los coletazos de esta guerra comercial mundial. Empezando porque nuestras exportaciones se verán afectadas por el arancel del 10% impuesto por el gobierno de Trump, así como por los menores volúmenes de comercio y cambios en los precios internacionales.
Además, nuestras remesas familiares —que es la principal fuente de divisas del país— podrían verse ralentizadas si el crecimiento económico de EE. UU. se desacelera; y las presiones inflacionarias podrían contagiase a Guatemala en la medida en que los costos de los bienes importados aumentan en todo el mundo. Todo ello demanda una respuesta urgente por parte del gobierno y de los exportadores guatemaltecos, incluyendo negociaciones directas con el gobierno estadounidense en el marco de los convenios comerciales existentes y, principalmente, acciones tendentes a corregir las reglas, procedimientos, prácticas y protocolos que, según dicho gobierno, nuestro país aplica deslealmente en perjuicio de sus exportaciones hacia nuestro país.
Si a Estados Unidos le da pulmonía, a Guatemala apenas le da un catarro.
Pero la buena noticia es que partimos de una buena base. A diferencia de épocas pasadas, hoy Guatemala tiene mejores herramientas para resistir los embates externos. Nuestro crecimiento económico ha sido sólido y estable —un promedio cercano al 3.5% anual en los últimos 20 años—. Nuestra política fiscal, si bien perfectible, ha mantenido disciplina suficiente para evitar déficits insostenibles y niveles de endeudamiento preocupantes. Nuestra política monetaria, bajo la tutela de un banco central autónomo, ha sido ortodoxa y eficaz para mantener una inflación moderada y un tipo de cambio estable. La resiliencia de nuestra balanza de pagos —respaldada por un superávit corriente y robustas reservas monetarias internacionales— fortalece aún más nuestra capacidad de absorber choques externos. Y aunque nuestra estructura productiva sigue enfrentando los desafíos que implica una baja productividad sistémica, los fundamentos macroeconómicos siguen siendo sólidos.
No es la primera vez que Guatemala navega aguas turbulentas con relativa estabilidad. Durante la crisis financiera global de 2008 y la crisis pandémica de 2020, nuestra economía logró mantener el rumbo. Y todo apunta a que, a pesar de los riesgos actuales, lo volverá a hacer. El Fondo Monetario Internacional ha reafirmado recientemente que la resiliencia de Guatemala no es casualidad: es el resultado acumulado de décadas de prudencia macroeconómica.
Quizá haya llegado el momento de actualizar aquella vieja frase de los economistas locales que, durante buena parte del siglo XX, decían que “si a Estados Unidos le da gripe, a Guatemala le da pulmonía”. Hoy, gracias a nuestra disciplina económica y resiliencia estructural, podemos decir con moderado optimismo: “si a Estados Unidos le da pulmonía, a Guatemala apenas le da un catarro”.
Cuidar esos fundamentos será más importante que nunca. Porque, como bien nos enseña la historia, los buenos cimientos no garantizan el éxito… pero su ausencia sí garantiza el desastre.