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Sobrevivir no es suficiente: el derecho a una vida plena
Autor: Gabriela Solorzano IG: gabrielasolorzano_ E-mail: [email protected] Editorial: [email protected] Vivimos en un país donde sobrevivir es lo único que queda. Todos los días, jóvenes como tú y yo nos levantamos cargando pesos invisibles: preocupaciones económicas, ansiedad por el futuro, y miedo a la violencia, presión por “salir adelante” en medio del caos en el […]
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Autor: Gabriela Solorzano
IG: gabrielasolorzano_
E-mail: [email protected]
Editorial: [email protected]
Vivimos en un país donde sobrevivir es lo único que queda. Todos los días, jóvenes como tú y yo nos levantamos cargando pesos invisibles: preocupaciones económicas, ansiedad por el futuro, y miedo a la violencia, presión por “salir adelante” en medio del caos en el que se encuentra Guatemala. En todo este desorden, ¿alguien se ha detenido a pensar cómo estamos por dentro?, ¿quién cuida nuestra estabilidad mental en un país que apenas puede sostenerse?
En Guatemala, hablar de salud mental sigue siendo un tabú. Todavía hay quienes creen que ir al psicólogo es cosa de locos, o que sentir ansiedad es falta de carácter. Crecimos con la idea de que llorar es debilidad, que hay que aguantar en silencio y seguir como si nada. Pero eso también enferma. Guardarse todo, exigirse demasiado, vivir con miedo constante… eso también duele.
Lo más alarmante es que el sistema tampoco responde. Los servicios públicos de salud mental son escasos, mal distribuidos y con personal insuficiente. Muchos jóvenes ni siquiera saben que pueden acceder a una atención psicológica gratuita, y quienes lo intentan, se enfrentan a trámites largos, espacios desbordados o citas cada varios meses. Por otro lado, la terapia privada, cuesta más de lo que muchos pueden pagar; una sesión puede superar los 300 quetzales, lo que para muchas familias significa sacrificar alimentos o el transporte diario.
A esto se suma el estigma: se nos exige ser productivos, sonreír, rendir, salir adelante, pero nadie quiere hablar del agotamiento, del insomnio, del miedo constante o de esa sensación de vacío que no se quita con frases motivacionales.
La salud mental no es un tema individual, es profundamente político. No se trata solo de cómo nos sentimos, sino de todo lo que provoca estos sentimientos: la falta de empleo, el acoso en la calle, el miedo al futuro, la incertidumbre diaria. No podemos pedirle a la juventud que esté bien cuando el entorno es hostil, inseguro y desigual.
Hablar de salud mental no es una moda ni una tendencia en redes, es una necesidad urgente. Es responsabilidad del Estado garantizar el bien común, que incluye el acceso a servicios psicológicos gratuitos y de calidad. Es urgente invertir en prevención, en escuelas con personal capacitado, en campañas públicas sin estigmas. También es responsabilidad colectiva dejar de juzgar, escuchar más y acompañarnos sin prejuicios.
Nadie debería sentirse culpable por estar mal, nadie debería tener que cargar solo con su dolor. La salud mental no es un capricho, es una urgencia, y es una forma de cuidar la vida. En un país donde muchas cosas nos pesan, poder hablar de lo que sentimos también puede ser un acto de resistencia. Merecemos más que sobrevivir.