El último pescado

El último pescado

  Corrían los primeros días del mes de enero del 2016 y en Quetzaltenango se sentía el frío de una onda del norte. Yo recién había aceptado una nueva posición en el sur de Guatemala, en las cercanías de la bella ciudad de Antigua Guatemala, la ciudad fundada por Pedro de Alvarado en 1543, en […]

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Resumen Automático

29/07/2025 08:51
Fuente: La Hora 

Corrían los primeros días del mes de enero del 2016 y en Quetzaltenango se sentía el frío de una onda del norte. Yo recién había aceptado una nueva posición en el sur de Guatemala, en las cercanías de la bella ciudad de Antigua Guatemala, la ciudad fundada por Pedro de Alvarado en 1543, en medio de tres volcanes: El de Agua, el de Fuego y el Acatenango. Quien iba a decir que el mismísimo volcán Hunapú, llamado por los españoles volcán de Agua, se revelaría a la conquista y que luego de una tormenta un flujo de agua inundaría a la población de lo que sería la segunda capital del Reino de Guatemala como lo describe en su novela José Milla, la Hija del Adelantado.

La hija del adelantado Beatriz de la Cueva, la Sin Ventura, pagó con su vida la venganza del Hunapú, el recién nombrado Volcán de Agua un 11 de septiembre de 1541 cuando ostentaba el cargo de Gobernadora de la Capitanía de Guatemala que comprendía a la emergente Guatemala, Chiapas, El Salvador, Honduras, Nicaragua y lo que ahora es Costa Rica. Yo había viajado de Antigua Guatemala hacia Quetzaltenango, unos doscientos kilómetros desde Antigua Guatemala hacia el occidente del país, para informarle a mi padre de mi nueva posición en el sur de Guatemala. Viajé por la carretera del sur hasta llegar a Retalhuleu, ciudad que se encuentra casi al nivel del mar, para luego iniciar mi acenso de dos mil quinientos metros paralelos al volcán Santa María, pasé por el Túnel, construido en 1928 para el Ferrocarril de los Altos y me encaminé hacia Zunil, una población quiché que es vecina del pueblo llamado Almolonga, la «hortaliza de América».

Luego de cruzar Almolonga aparece la última cuesta hacia la ciudad de Quetzaltenango e inicia un breve descenso donde resalta el monumento a la Abolición del Reglamento de Jornaleros, un olvidado monumento donde celebraron los quetzaltecos en 1895 la abolición de la esclavitud en Guatemala, la que paradójicamente volvió a imponer el presidente quetzalteco Manuel Estrada Cabrera, quien gobernó Guatemala por dos décadas. Desde el monumento se observa Quetzaltenango y me embarga ya la sensación de encuentro con papá, a quien encontraría en minutos.

Mi padre: Horacio Cajas Cantoral, había nacido un 3 de abril de 1933, en plena crisis económica mundial. Su madre, Carmen Cantoral murió en 1934 cuando él aún era un niño de meses. El niño se hizo fuerte a fuerza de la ausencia materna que intentaron llenar sus hermanas las que nunca llenaron el vacío existencial que deja el amor de madre. Así, papá estaba al frente del negocio que había sostenido por más de medio siglo. Su sonrisa era hermosa a mi encuentro y sus ojos iluminaban mis ojos. Teníamos un amor de décadas, de cinco décadas y media. Mi primera memoria con él es un viaje al mar, al sur, a un lugar llamado Champerico, un puerto del Estado de los Altos de 1845, tierra que había donado un alemán de apellido Champer. Míster Champer, como le decían los lugareños tenía una finca dedicada al cultivo, una empresa que en dicha época le llamó Champer & Compani, la que se recortaba como Champer & Co., pero donde la & empresarial era sustituida por una i latina, por lo que el nombre de la empresa queda como Chamber i Co, lo que los lugareños redujeron a Champerico.

Mi vida empieza en Champerico, aquella mañana que caminaba de la mano de papá, cuando yo por primera vez miraba y escuchaba las bravas olas del océano Pacífico, que de pacífico no tenía nada. Recuerdo con claridad cuando una ola grande se acercaba y papá me levantó con sus brazos fuertes para evitar que la ola me alcanzara y me dijo que era feliz conmigo. Yo tendría unos cinco años y sentí su amor, no sé si pude decirle que también yo era feliz con él. Y así compartimos cincuenta y cinco años, compartimos de todo, logros y fracasos, alegrías y tristezas, amor y desamor, pero también encuentros y desencuentros.

A mi llegada a Quetzaltenango a medio día de aquel frío sábado de febrero del 2016, luego del abrazo y del beso que nos unía, papá me dijo que tenía ganas de comer pescado, de tomar una sopa de pescado. Yo entonces busqué en el mercado local un «pargo», una especie de pescado rojo, red snapper, huachinango dirían en México, pero solamente encontré uno de 10 libras, el que cocinamos para el almuerzo. Ese fue nuestro último almuerzo juntos. Reímos, recuerdo, recuerdo que reímos y que también lloramos. Él sabía que se iba, que se iría, yo también sentía que se iría, pero no imaginé que sería tan rápido todo.

Papá fue mi más bella historia de amor. Fui feliz en sus brazos, conocí sus permanentes esfuerzos y sus raros enojos. Me llevó por primera vez a la escuela, aunque fuera en la esquina de la cuadra de donde vivíamos. Me llevó por primera vez a nadar, aunque fuera solo a unas cuadras de la casa. Me llevó por primera vez a la universidad como también me llevó al aeropuerto cuando debí salir a estudiar. Si hay algo bueno en mí, viene de él y de mamá, de donde nací.