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Crisis y esperanza
El cielo y la tierra se unen en Cristo, y de igual modo, en la familia cristiana lo humano y lo divino se encuentran.
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Cuarenta días después del Domingo de Resurrección se celebra la fiesta de la Ascensión del Señor. Este acontecimiento es relatado por Lucas en el capítulo 24 de su evangelio y descrito también en el libro de los Hechos de los Apóstoles (1,3-9). Marcos y Juan lo mencionan brevemente. En algunos países, como Guatemala, la celebración se traslada al domingo siguiente, con tal de facilitar la participación de los fieles.
El cielo y la tierra se unen en Cristo, y de igual modo, en la familia cristiana lo humano y lo divino se encuentran.
El acontecimiento de la Ascensión marca el final de la presencia visible de Cristo en la tierra. Cuando decimos que Jesús “subió al cielo”, no nos referimos a que se elevó al espacio o a un “cielo cósmico”, sino que entró plenamente en la presencia gloriosa de Dios. Desde allí sigue estando presente “en la trama de la historia humana, cerca de cada uno de nosotros, guiando nuestro camino cristiano; acompañando a los perseguidos a causa de la fe, permaneciendo en el corazón de los marginados, y hallándose presente en aquellos a los que se niega el derecho a la vida” (papa Benedicto XVI).
En Cristo glorificado, lo humano y lo divino se unen plenamente. Al ascender al cielo, lleva consigo nuestra humanidad, nos espera en el cielo. Él promete regresar y mientras cumple esta promesa, encomienda a sus seguidores la continuidad de su misión. El destino del hombre es el cielo, pero su tarea se realiza en la tierra. Mientras tanto, su presencia permanece viva y eficaz por la fuerza renovadora del Espíritu Santo, que anima, guía y fortalece.
En Guatemala, el Domingo de la Ascensión coincide con el Jubileo de las Familias en Roma. Cerca de 60 mil peregrinos de todo el mundo, incluyendo una numerosa delegación guatemalteca —abuelos, padres e hijos—, se han reunido en la Ciudad Eterna para vivir jornadas intensas de oración y encuentro. Según decía el papa Francisco, estas peregrinaciones son “un tiempo de oración, ocasión para revivir el testimonio de fe de los apóstoles y de los mártires, y para crecer en el amor y en la esperanza cristiana, de la que la Eucaristía es fuente y culmen”.
Jesús asciende al Padre y encomienda la misión a sus discípulos. De igual modo, las familias son enviadas como testigos vivos del Evangelio: “La familia que vive la alegría de la fe, la comunica espontáneamente y se convierte en sal de la tierra y luz del mundo” (papa Francisco).
El cielo y la tierra se unen en Cristo, y de igual modo, en la familia cristiana lo humano y lo divino se encuentran. Más que una simple institución social o biológica, la familia es un espacio sagrado donde habita Dios. Allí, los afanes diarios se entrelazan con el horizonte divino, en la cotidianeidad de la vida y en el amor incondicional. Así, la familia cristiana se convierte en un signo visible del amor invisible que Dios tiene por todos.
Antes de subir al cielo, Jesús promete no abandonar a sus seguidores, garantizando la guía de su Espíritu. Este Espíritu es la fuerza interior que anima y consuela en los momentos difíciles: “El Espíritu Santo derrama en la familia una creatividad admirable para superar las dificultades, y renueva el corazón con el perdón y la esperanza” (Amoris Laetitia, 21).
La celebración del Jubileo de las Familias pone una vez más de relieve la centralidad de la familia en la vida de la Iglesia y de la sociedad. En tiempos difíciles, una familia fuerte es un faro de esperanza, y su debilitamiento refleja una sociedad herida y decadente. Por eso, urge velar por su bienestar. Gobiernos y comunidades deben promover acciones concretas, desde el acompañamiento pastoral hasta políticas públicas, para proteger especialmente a las más vulnerables.