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Frío, cuando debiera haber calor
Hay sosiego, cuando estamos siendo asaltados.
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El pico del verano es siempre la Semana Santa, con gotas de sudor que caen al ritmo de la música tropical, en los anuncios de cerveza. Pero este jueves último fui al clóset y me puse en la noche un suéter. La brisa por la ventana era una propia de diciembre. En Guatemala vivimos días de frío, cuando debería haber calor. Una sorpresa climática que me transportó a pensar en otras cosas.
En lo personal, hace ratos intento ya no discutir con amigos sobre asuntos de política. Qué ratos, de verdad. Cierto, hubo un tiempo cuando creía profundamente que una participación activa en las recién creadas redes sociales tendría efectividad para lograr un propósito que ahora veo absurdo: convencer a alguien de algo contrario a lo que cree. Además de las comunicaciones digitales, también se armaban debates espontáneos en nuestras reuniones sociales. Cumpleaños, convivios navideños, todas celebraciones que tienen un propósito distinto: convivir con la gente más cercana. Viéndolo en retrospectiva, qué gran sinsentido, ese que se pretendía en aquel entonces. En todo caso, la contraparte con quien se debatía airadamente, jamás iba a dar el brazo a torcer. Peor, porque el foro era público, que es el escenario más difícil para reconocer cuando uno está equivocado.
Pero hubo un motivo más profundo, cuya aceptación me llegó a dar más paz. Uno que, vamos, siempre ha sido evidente, pero que a veces, en el día a día, se olvida. No todo el que opina de política lo hace desde lo que cree, sino desde la exclusiva conveniencia. Intereses, meramente personales, o si no, institucionales y sectoriales. Se determinan desde ciertas cumbres, y luego se encauzan, a manera de que permean, como lo hace el agua, hacia los mantos freáticos de la sociedad en que vivimos. Esta nuestra no es la era de las confrontaciones sociales del siglo pasado. Ideológicamente, una bola que, tirada por el accionista hacia sus gerentes, será la misma que luego moverán los ahora llamados “colaboradores”. Un pastor dicta lo que siervos y sus familias automáticamente aceptarán como bueno. La motivación de ambas tiene más que ver con lo que conviene al ente que da de comer, material y espiritualmente. Pero ante la escasez de pensamientos reflexivos, lo que habita en el ambiente son defensas de posturas, disfrazadas de expresiones de opinión.
No todo el que opina de política lo hace desde lo que cree, sino desde la exclusiva conveniencia.
Esto se normalizó en lustros pasados, cuando incluso se discutía sobre la extinción de las ideologías. Eran tiempos menos inestables. Pero ahora nos agarra en un tiempo cuando los conjuntos de ideas, las más grandes que hasta ahora nos han construido —para bien y para mal— están bajo el más agresivo de los ataques. La libertad, el balance de poderes republicano, la democracia, tachados todos como ideales obsoletos, vistos por algunos como malas palabras, obscenidades sobre las que cabe todo insulto y desprecio posibles. Esto no es una cuestión sujeta a debates racionales. Intentamos debatir ideales contra los intereses de quienes impulsan el momento. De lo que pasa ahora, algunos obtienen enormes beneficios. Otros, muchos quizás, están pasmados mientras se esfuman sus futuros.
Nuestro clima no es apropiado para los tiempos. Hay sosiego, cuando estamos siendo asaltados. Las fuentes de nuestra economía, atacadas, sufren terrible inestabilidad. Y la libertad de expresar legítimo desacuerdo está siendo amedrentada. La gente que debiera preocuparse se sosiega por los intereses que permean desde arriba. Hay frío en estos días, cuando debiera haber calor.