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Leyendas de Semana Santa: El Espanto Entierro de Santa Catalina
Un relato, también conocido como “El Señor Sepultado de Santa Catarina”, nace del arraigo de la comunidad y de la restricción de un cortejo procesional. Esta historia, tejida entre la fe y el misterio, sigue resonando por las calles del Centro Histórico.
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La noche envolvía las calles de lo que hoy conocemos como el Centro Histórico con un manto de silencio y sombras, solo roto por el eco del galopar de un caballo y el aroma persistente del incienso. Era Viernes Santo, una fecha en la que lo sagrado y lo misterioso parecían fundirse en el aire.
Rafael del Llano, un cochero de corazón devoto, recorría aquellos caminos empedrados con la pesadumbre de quien ha visto pasar el duelo de una ciudad entera. Pero algo más que el cansancio lo agobiaba: la ausencia del Señor Sepultado de Santa Catarina, aquella imagen milagrosa que, por primera vez en años, no había salido en procesión.
Sin embargo, el destino guardaba una sorpresa para Rafael.
Esta leyenda, tejida entre la devoción y el misterio, basada en el libro Por los viejos barrios de la ciudad de Guatemala, de Celso Lara Figueroa, une dos relatos que se complementan y entrelazan dos siglos de tradición.
El Espanto Entierro de Santa Catalina
Rafael del Llano estaba exhausto aquella noche. Luego de un día de intenso trabajo, conducía el carruaje de alquiler del cual era cochero por la calle del Teatro. Era viernes: la noche de un Viernes Santo ya bastante avanzada.
Después de trasladar a dos ancianas hasta la calle del Seminario, regresaba a los establos de Schumann a rendir cuentas al patrón y guardar el carruaje. Rafael, además de cansado, se sentía triste. Aquel ambiente impregnado de incienso y aroma a flor de corozo pesaba sobre su espíritu.
Mientras avanzaba hacia el barrio de Santa Catarina, dobló en la esquina de la iglesia de La Merced para tomar la calle de la Esperanza, calles solitarias y oscuras en donde silencio absoluto inundaba su trayecto, y solo escuchaba el ruido de las herraduras del caballo al estrellarse en el empedrado. Atravesó la calle de La Concepción y vio la hora en uno de los relojes de la Catedral.
—Con razón estoy muy cansado —susurró—, si son ya más de las once.
Y prosiguió su camino por la misma calle. En su mente recordaba los acontecimientos del día: había transportado a muchas personas a las distintas procesiones que recorrieron los barrios y calles de la ciudad, sobre todo al Santo Entierro de Santo Domingo.
Rafael se encontraba asombrado por la sobriedad de ese cortejo, el silencio de los cargadores y la inmensa tristeza del Cristo yacente. Además, era la procesión de su barrio. Él vivía en el callejón del Carrocero.
Ese año —seguía pensando—, por primera vez en mucho tiempo, el Señor Sepultado de la iglesia de Santa Catarina no había salido en procesión. Se decía que muchas habían sido las causas: falta de dinero, de organización… en fin… ¡qué sabía él! Su desolación era mayor aún, porque además de cargarlo, le profesaba una fe inmensa.
—¡Ah, sí! —se decía—, qué milagroso es el Sepultado de Santa Catarina.

Otro pensamiento llegó a su mente. Recordaba que, cuando niño, su abuela le había contado la historia del Señor Sepultado, que se remontaba a Santiago de Guatemala, mucho tiempo antes del terremoto de Santa Marta.
Su abuela le había relatado que, una noche, el Hermano Pedro se encontraba rezando a los pies del crucifijo en una iglesia cuyo nombre había olvidado.
Era ya muy tarde —había dicho su abuela—, pasaba la medianoche… y cuando más concentrado en su oración se encontraba el Santo Hermano, escuchó la voz del crucificado que le decía:
—Pedro, hijo mío, quiero ser sepultado en el coro bajo de las Catarinas.
El Hermano, sin titubear, se dio vuelta, tomó la imagen sobre sus hombros y salió muy despacio a la oscuridad de la noche. El peso del crucificado doblegaba su espalda. Por ser la imagen más alta que él, se vio obligado a arrastrarle los pies por el empedrado de las solitarias calles de la urbe.
Así, después de largo y penoso recorrido, llegó al convento e iglesia de las Catarinas. Las monjas lo esperaban con cirios encendidos a lo largo del templo. En el coro tenían ya preparada una urna que acogería al Señor. Allí lo depositó el Hermano Pedro, con sumo respeto.
(Testimonio de ese milagro eran las raspaduras hechas cuando lo llevaba en hombros y que la imagen todavía presentaba después de tantos y tantos años. Rafael las había visto e incluso palpado).
Según su abuela, aquel suceso había estimulado a miles de fieles a acercarse a adorar al crucificado que había querido ser sepultado en aquel lugar.
Después de los terremotos de Santa Marta —concluían sus recuerdos—, el Señor fue trasladado a la Nueva Guatemala y colocado en una capilla de la iglesia del convento que las monjas catarinas habían mandado levantar, y donde hoy se encontraba.

Abstraído en estos pensamientos, después de pasar junto al callejón del Manchén, llegó a la calle Real; poco faltaba para llegar a su destino.
De golpe, las notas fúnebres de una marcha lo hicieron volver en sí y buscar el lugar de donde provenían.
—¡No es posible! —exclamó—. ¡La procesión de Santa Catarina! ¡Y tan tarde! ¡Pero si me dijeron que no saldría este año!
En efecto, a lo lejos Rafael vio, como por la calle del Olvido, que venía doblando la esquina del convento de las Catarinas rumbo al templo el anda en la que descansaba la urna de oro y mármol del Señor Sepultado.
Una banda de músicos marchaba tras ella. Abriendo la procesión, los ciriales llegaban ya casi hasta la puerta del templo; luego, dos columnas de cucuruchos con túnica negra y velas encendidas en las manos caminaban silenciosos y con lentitud a la vera de la calle…
—¡Si camino rápido —se dijo el cochero— alcanzaré la bendición! El anda ya está llegando a la iglesia, pues oigo ya el arrastrar de las horquillas de los cargadores y las notas de la banda… el Señor ya está en el atrio… ¡tocan la granadera!… —continuó.
Y, apresurando el paso de su caballo, recorrió veloz las dos cuadras que aún le faltaban.
Al llegar al atrio del templo, su espanto fue tremendo… ¡no había nada! ¡La procesión había desaparecido!
Rafael, clavado en el coche como una estatua, no acababa de comprender.
Un sudor frío bañaba su rostro, y un compulsivo temblor sacudía su cuerpo, hasta que cayó desfallecido en el asiento del carruaje.
El caballo, ya sin dirección y siguiendo su instinto, se encaminó a los establos de Schumann, ubicados en la calle posterior del templo…
A la mañana siguiente encontraron el carruaje en el patio central, con el cadáver de Rafael del Llano en su interior, horriblemente crispado.
Y, desde entonces, el Señor Sepultado de Santa Catarina jamás volvió a salir en procesión.

Más de una leyenda
Muchas de las leyendas de Semana Santa están estrechamente relacionadas con el arraigo de la comunidad a una tradición y con la importancia que los creyentes le dan.
“Por eso surgen y se reproducen”, comenta Walter Gutiérrez Molina, historiador y catedrático titular de la Escuela de Historia de la Universidad de San Carlos de Guatemala.
En el caso de la leyenda de El Señor Sepultado de Santa Catarina —también conocida como El Espanto Entierro de Santa Catalina, nombre que, según Gutiérrez, puede escribirse indistintamente como Catalina o Catarina ya que en algún momento la “r” y la “l” se llegaron a confundir— se incluyen dos relatos: el primero narra el traslado de la imagen de Jesús —que, según menciona Lara en su libro, ocurrió en la iglesia El Calvario de Antigua, frente al Cristo Crucificado que está bajo el coro— al convento de Santa Catarina, realizado por el Hermano Pedro. El segundo relata la muerte de Rafael del Llano.
Con respecto a esta leyenda, el historiador menciona que existen registros que en el año 1900 ya aparece el Santo Entierro de Santa Catarina, aunque este se remonta, aproximadamente, al siglo XIX.
“Hacia 1910, hay unas medidas que quieren limitar las procesiones, y entre esas limitaciones se ve afectada la procesión de Santa Catarina. Es entonces cuando surge esta leyenda, ya que la gente del barrio estaba muy resentida por esa restricción. Por eso tienen la idea de escuchar los pasos, el arrastrar de las horquillas y los murmullos de los fieles del Nazareno sobre sus calles en la madrugada del Sábado Santo”, comenta.
Además, Gutiérrez señala que alrededor de la escultura de Jesús Sepultado existe otra leyenda relacionada con su origen misterioso. “Lo que pasa es que esa imagen es muy antigua; tiene rasgos del siglo XVI y un aura de misticismo. Al ser tan antigua, se le adjudica un origen legendario”, indica el historiador.