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Cosechar agua: la estrategia que sostiene al Corredor Seco
En Guatemala, el clima cambió la forma de vivir. El país se seca en unas zonas mientras se inunda en otras; las estaciones ya no se parecen a sí mismas. La llamada frontera seca —antes un punto claro en el oriente— hoy avanza, redefiniendo el mapa de riesgo climático.
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En San José Las Pilas, Jalapa, cuando llueve —si es que llueve—, cada sonido es una esperanza. “Aquí aprendimos a guardar lo que el cielo deja caer”, dice Merlin Sandoval, vecino de la comunidad que atesora la lluvia y donde la desecación de los ríos afecta severamente la agricultura y la ganadería.
Su realidad la comparte Alfonso Ramírez, agricultor que se resiste a abandonar sus tierras en el Corredor Seco, un territorio donde el cambio climático dejó de ser advertencia y se ha convertido en sentencia.
En Guatemala, el clima cambió la forma de vivir. El país se seca en unas zonas mientras se inunda en otras; las estaciones ya no se parecen a sí mismas. La llamada frontera seca —antes un punto claro en el oriente— hoy avanza, redefiniendo el mapa de riesgo climático.
El Corredor Seco, históricamente limitado a los departamentos del oriente, creció de 46 a 82 municipios: la aridez avanza, los ríos menguan, los suelos pierden productividad y miles de familias intentan sostener cultivos que ya no responden a ningún calendario.
Rafael López, director de la Dirección de Información Geográfica, Estratégica y Gestión de Riesgos (Digegr) del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación (Maga), lo describe sin rodeos: “El Corredor Seco comenzó abarcando 46 municipios; hoy son 82, un incremento del 23% en la última década. El déficit hídrico y la distribución desigual de lluvias son cada vez más evidentes”.
Según el Diagnóstico del Corredor Seco, elaborado por el Maga, el área afectada pasó de 10 mil 200 a 13 mil 500 kilómetros cuadrados. Lo que antes era tierra fértil hoy es arena. Las lluvias saturan; la ausencia de lluvia agota.
Migración
El ciclo es ya una constante: cosechas perdidas, ingresos reducidos y familias que enfrentan el dilema de reinventarse o migrar.
El estudio de Oxfam Mojados por la sequía confirma esa tendencia. En 26 municipios evaluados, el 7.4% de los hogares tiene al menos un miembro que ha migrado, principalmente hombres (64%). Las mujeres migran mayormente dentro del país (86.5%), empujadas por los roles de cuidado.
La niñez migrante ya representa el 15% del total, y un 3% migra sin compañía de personas adultas.
La evaluación de seguridad alimentaria de Oxfam también advierte que 234 mil 666 personas (43 mil 457 hogares) requieren asistencia humanitaria, de las cuales 30 mil 103 enfrentan inseguridad alimentaria severa.
Si se extrapola a los 82 municipios del Corredor Seco, la cifra se duplica: 556 mil 288 personas (109 mil 76 hogares) necesitan ayuda alimentaria.
A vista de pájaro
Las imágenes satelitales del territorio provistas por Google Earth muestran que entre 2005 y 2020, la sequía se agravó y extendió. Las imágenes evidencian un retroceso de los verdes y la expansión de los tonos rojizos y anaranjados.
Antes de 2013 se hablaba de cinco departamentos afectados. Hoy son 11, incluyendo Huehuetenango, San Marcos e Izabal, que hasta entonces no eran considerados parte del Corredor Seco.
En los territorios, cada cosecha fallida de maíz y frijol, base de la dieta rural, amplifica el hambre.
En Jalapa, un departamento que sí era parte del Corredor Seco, a pesar de tener un área montañosa, la desnutrición ha impactado especialmente en la niñez.
Hasta noviembre se reportaban 253 niños con desnutrición aguda, una tasa de 58.1 por cada 10 mil habitantes, y un fallecimiento en el 2025.
Dos municipios de Jalapa tienen las tasas más altas de desnutrición: San Luis Jilotepeque, con 59.8 casos por cada 10 mil habitantes, y San Pedro Pinula, con 38.1 casos de desnutrición en niños menores de cinco años.
En ambos municipios se ha identificado una constante: el agua es poca, cara e irregular; las cosechas se pierden y los alimentos se encarecen.
Desde dentro
San José Las Pilas, Jalapa, está en medio de la Ruta Departamental Jalapa 1 (RD-JAL-1), que conecta con Jutiapa y Zacapa, desconectaada del Estado.
Para llegar a la localidad se debe recorrer un camino de terracería y luego atravesar dos ríos para encontrar las 150 viviendas dispersas. Al menos dos veces al año, debido a las crecidas por las lluvias que se extienden hasta por tres meses, quedan incomunicados.
Merlin Sandoval, una joven de 27 años y presidenta de la microcuenca del río San José de las Pilas, decidió enfrentar la sequía aprovechando el agua de lluvia. Con ella creó un pequeño sistema de crianza de tilapias que hoy sostiene a su familia y ofrece una alternativa alimentaria para la comunidad.
“Esto empezó como un emprendimiento pequeño… pero en esta zona, si uno no aprovecha el agua del invierno, no sobrevive”, dice, mientras señala el canal que guía la lluvia hasta su reservorio.
Su sistema consiste en un estanque artesanal protegido con una geomembrana. “Sin la membrana, el agua se absorbía rapidísimo. Los peces se quedaban prácticamente sin nada. Eso me daba una tristeza enorme”, relata Sandoval.
Tres años atrás instaló cosechadores de agua con apoyo del Maga, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), y el financiamiento del Gobierno de Suecia. Luego los unificó y amplió. Hoy tiene agua para tres o cuatro meses, suficiente para criar tilapias, sembrar árboles frutales, yuca y camote.
No todos los vecinos han conseguido ganarle la batalla a la sequía. Las parcelas contiguas lucen áridas, mientras la de Sandoval conserva cierto verdor. De su emprendimiento salen tilapias que comercializa en la misma comunidad.
“Aquí llueve dos o tres meses, cuando bien nos va. Por eso decidí que no podíamos seguir perdiendo el agua, había que guardarla”, insiste.
A 300 metros vive Ricardo Alfonso Ramírez, agricultor de 59 años. Cada día repite el mismo ritual: camina entre sus plantas como quien revisa a un enfermo.
“Tenemos cuatro o cinco años que no llueve de verdad”, asevera, y recuerda que antes cosechaba 30 quintales de maíz por manzana. Hoy, con suerte, logra dos.
“La temporada de lluvia se fue el 20 de octubre… fue hasta junio que volvió a llover”, recuerda.
Con intervención de la FAO, Ramírez instaló un macrotúnel, donde siembra y cosecha pepino, tomate, chile dulce y picante. Fuera del túnel, nada sobrevive.
También tiene un cosechador de agua de 80 toneladas y un nacimiento que le permite bombear agua con un motor mecánico. Sabe que no todos en la aldea pueden costearlo.
Ahí, como en otros municipios del Corredor Seco, el calendario agrícola se desprogramó. “Antes sembrábamos el 3 de mayo porque el 4 llovía, era fijo. Hoy, mayo y junio son secos, julio casi no llueve, y este año no llovió en agosto. Solo tuvimos un mes de agua”, recuerda Ramírez.
La idea de migrar no es ajena para Ramírez. Dos de sus hermanos viven en Estados Unidos, pero él nunca lo ha logrado. “¿De dónde saca uno Q120 mil para irse? Vender la casa para caer preso allá, eso no es fácil”, sentencia.
Para él, la fórmula de la felicidad es sencilla: “Si hubiera agua, uno sería feliz”.
Recolectar, almacenar y distribuir
Los cosechadores de agua son grandes reservorios, similares a piscinas elevadas, alimentados por tuberías que recolectan el agua de lluvia que se desliza por los techos de lámina de las viviendas.
De esa forma se almacena el agua para utilizarla en sistemas de riego por goteo.
Bárbara Porta, extensionista del Maga, reconoce que desde el 2014 el cambio climático ha impactado la cantidad de lluvia en algunas áreas del Corredor Seco.
“Antes recibíamos entre mil 200 y mil 500 milímetros de lluvia; ahora apenas llega un tercio de esa cantidad, y muchas veces cae en dos o tres días”, explica Porta.
Por ejemplo, San Luis Jilotepeque perdió sus dos temporadas de siembra en el 2025 por escasez de lluvia.
Ante la merma, los agricultores comenzaron a recolectar agua de forma improvisada luego con reservorios con geomembrana y electromalla, construidos por el Maga, la FAO y con financiamiento de Suecia.
Un solo cosechador sostiene un huerto familiar de 25 metros cuadrados, suficiente para garantizar alimentación básica, aunque no para compartir.
El costo de este sistema es de Q9 mil (unos US$1,500) en una población con ingresos menores de US$1 al día.