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Por qué Hiroshima es un monumento a la paz en tiempos de conflicto
Hiroshima fue bombardeada por el ejército estadounidense el 6 de agosto de 1945, lo que causó la muerte de unos 140 mil habitantes, una advertencia de la letalidad de las guerras.
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Hay una Avenida de la Paz, una Campana de la Paz y un Parque Conmemorativo de la Paz.
En una tarde de verano reciente, en el Monumento a la Paz de los Niños, cerca de la Llama de la Paz, alumnos de primaria con gorros de algodón y uniformes impecables doblaban grullas de origami. Rendían homenaje a una niña que había intentado superar los efectos de Little Boy, nombre en clave de la bomba atómica utilizada en el primer ataque nuclear del mundo, doblando mil pájaros de papel, una tradición japonesa que trae buena suerte. A pesar de todo, murió de envenenamiento por radiación.
Hiroshima fue bombardeada por el ejército estadounidense el 6 de agosto de 1945, lo que causó la muerte de unos 140.000 habitantes para finales de año y puso fin a la campaña imperial japonesa en Asia y a la guerra más mortífera del mundo.
Hoy en día, la ciudad japonesa se erige como sinónimo de paz. De las cenizas de la devastación nuclear, Hiroshima, junto con la ciudad de Nagasaki, bombardeada tres días después, fue reconstruida y regenerada. Quemados y enfermos por la radiación, muchos de los sobrevivientes de Hiroshima perdonaron. Tejieron el pacifismo en su ADN, pioneros de una nación vencida que se despojó de décadas de imperialismo.
Desde 1949, cuando se promulgó la Ley de Construcción de la Ciudad Memorial de la Paz, Hiroshima ha acogido conferencias, conciertos, musicales y espectáculos de mimo, todo en nombre de la paz. En 2024, un grupo que representa a los supervivientes japoneses de la bomba atómica recibió el Premio Nobel de la Paz, en reconocimiento a su campaña para erradicar las armas nucleares.
Pero 80 años después de los únicos ataques nucleares del mundo, Japón no está completamente en paz. Tres de sus vecinos más cercanos poseen armas nucleares: China, Rusia y Corea del Norte. El mundo en general, desde Ucrania hasta Gaza, está dividido por conflictos. En el Pacífico, China hace alarde de su poder, apenas cuando la influencia estadounidense parece estar decayendo. El tiempo también se agota. El último gran tratado de control de armas entre Estados Unidos y Rusia caducará a principios del próximo año.
Limitado por una Constitución impuesta por Estados Unidos que renuncia a la guerra y le impide tener un ejército salvo con fines defensivos, Japón está escindido entre quienes defienden el pacifismo como virtud nacional y quienes piensan que el país debe abandonar su actitud sumisa. Incluso la concesión del Premio Nobel de la Paz el año pasado pareció un anacronismo, un vestigio de una época en la que se podía imaginar un mundo sin armas nucleares.
“Nos encontramos en un punto de inflexión”, dijo Noriyuki Kawano, director del Centro para la Paz de la Universidad de Hiroshima, en referencia al sentimiento cada vez mayor en Japón, especialmente entre los jóvenes, de que la paz por la paz ya no es suficiente. “Hiroshima es Hiroshima, pero si Japón quiere afrontar la realidad, Hiroshima puede quedar aislada”.
El número de estudiantes japoneses que creen en la disuasión nuclear —la idea de que los países con armas nucleares son menos propensos a entrar en guerra entre sí— ha aumentado en los últimos años, según encuestas del Centro para la Paz.
La frase que se utiliza en japonés para explicar por qué el país necesita rearmarse es shoganai, que se traduce aproximadamente como “no se puede evitar”. No se puede evitar que China actúe con firmeza en las aguas regionales, reivindicando territorios y haciendo alarde de una poderosa armada. No se puede evitar que la alianza de seguridad entre Estados Unidos y Japón se haya deteriorado, sobre todo después de que el presidente Donald Trump haya pedido a Japón que asuma una mayor parte de su defensa. No se puede evitar que los recuerdos de los horrores de Hiroshima se estén desvaneciendo.
Los sobrevivientes de los bombardeos atómicos —el 6 de agosto en Hiroshima y el 9 de agosto en Nagasaki— tienen ahora 80 años o más. Es probable que este aniversario sea el último gran acto conmemorativo en el que se escuchen testimonios de primera mano sobre lo que la fisión de los átomos de uranio y plutonio provocó: carne desollada, bebés irradiados, quemaduras infestadas de gusanos y décadas de enfermedades provocadas por la radiación.
Incluso cuando Hiroshima vende dulces mochi y toallas de mano con motivos pacifistas, la cercana ciudad portuaria de Kure existe en contraposición. Antiguamente sede de la mayor base y arsenal de la Armada Imperial, Kure se beneficia de la actual expansión militar de Japón. El buque de guerra más grande del país atraca aquí, y un antiguo astillero está destinado a convertirse en otra instalación naval. En un museo de historia militar, las grullas de origami del Parque Memorial de la Paz de Hiroshima se reciclan para fabricar abanicos de papel con la imagen del Yamato, el acorazado “insumergible” japonés de la Segunda Guerra Mundial, que finalmente fue torpedeado por los estadounidenses.
“La gente se está dando cuenta de que la paz no llegará simplemente con rezar”, dijo Masanari Tade, hijo de un sobreviviente de Hiroshima que murió a los 50 años. Como muchos de los que sufrieron, el padre de Tade rechazó la condición oficial de víctima de la bomba atómica debido al estigma que se atribuye a las personas expuestas a la radiación. Tade es ahora el responsable en Hiroshima de Nippon Kaigi, un bloque político ultranacionalista que quiere revisar la cláusula constitucional que prohíbe el ejército convencional.
“La falta de paz, la falta de no proliferación nuclear, en sí misma, es la prueba de que el símbolo de Hiroshima como ciudad de la paz ha fracasado”, dijo.
Las consecuencias
Hace 80 años, Chieko Kiriake era una estudiante de secundaria en Hiroshima, reclutada para trabajar en fábricas de guerra, limpiando armas viejas y uniformes militares.
En la calurosa y despejada mañana del 6 de agosto, Kiriake, vestida con una gruesa camiseta de lona militar que le llegaba hasta las rodillas, se refrescaba bajo el alero de un edificio cuando, a las 8.15 horas, un resplandor abrasador explotó sobre Hiroshima. La ciudad quedó a oscuras.
Cuando Kiriake logró salir de los escombros, todos los puntos de referencia que conocía en Hiroshima se habían desintegrado. Durante días, atendió a sus compañeros de clase quemados por la explosión atómica. Uno tras otro, fueron muriendo. Ella cribó sus restos incinerados, según el ritual japonés. Los fragmentos de los huesos de una amiga brillaban con un suave color rosa, como las primeras flores de cerezo.
“En aquel entonces, me avergonzaba haber salvado la vida”, dijo Kiriake. “Pensaba: ‘Cuánto más fácil sería si hubiéramos muerto juntos’”.
El 15 de agosto de 1945, el emperador Hirohito anunció por radio la salida de Japón de la guerra. (Más tarde, el monarca dijo que, en realidad, no era divino, el tipo de deidad que podía obligar a los soldados a morir en su nombre). Habló en un japonés cortés tan alejado del lenguaje cotidiano que Kiriake y la mayoría de los civiles apenas le entendieron.
Como la mayoría de los hibakusha, como se conoce a los supervivientes de la bomba atómica, Kiriake, que ahora tiene 95 años, es una ferviente defensora de la paz. Algunas víctimas ocultaron su trauma y sus queloides, las dolorosas cicatrices de las quemaduras, por miedo a que sus perspectivas matrimoniales o laborales se vieran mermadas. Pero Kiriake ha dedicado años a enseñar a las generaciones posteriores las consecuencias de la guerra y los ataques nucleares.
“Hiroshima ahora valora la paz por encima de todo y dice: ‘Debemos abolir las armas nucleares’”, dijo. “Pero hace 80 años, era una capital militar hasta que se lanzó la bomba atómica”.
“Todo el mundo estaba invadido por el militarismo”, añadió.
Takashi Hiraoka, exalcalde de Hiroshima, tiene 97 años y dice que está enfadado porque Japón nunca ha firmado el Tratado mundial sobre la prohibición de las armas nucleares. Reserva una especial indignación para Fumio Kishida, el ex primer ministro, cuya familia es de Hiroshima. Kishida apoyaba el desarme nuclear, pero en 2022 firmó un plan para aumentar drásticamente el gasto en defensa.
Japón, dijo Hiraoka, “se está inclinando hacia la derecha y se vuelve militarista”.
Tade, del bloque ultranacionalista, cree que Japón necesita superar una guerra que terminó hace 80 años, incluso cuando otros condenan a Japón por su falta de arrepentimiento por las atrocidades que cometieron sus Fuerzas Armadas Imperiales.
Al igual que otros nacionalistas, algunos de los cuales tienen cada vez más peso en el partido gobernante de Japón, Tade descarta los crímenes de guerra documentados cometidos por las fuerzas japonesas —desde la masacre de Nanjing y la esclavitud sexual de las llamadas “mujeres de confort” hasta los experimentos de guerra biológica— como inventos de una intelectualidad apoyada por Occidente.
“Es una teoría de la culpa japonesa, que Japón inició la guerra porque era malo y, por lo tanto, tenía que sufrir daños”, dijo. “Hay una triste realidad, una lógica utilizada para justificar el bombardeo”.
A mediados de junio, Tade acudió a Hiroshima para ver al emperador Naruhito de Japón, el nieto pacifista del monarca en cuyo nombre las fuerzas imperiales japonesas invadieron y atacaron.
La multitud, formada por unas cinco mil personas, entre las que se encontraba un enérgico núcleo de nacionalistas, sostenía linternas de papel y gritaba banzai, una expresión que aún está manchada por el pasado militar de Japón. Todos miraban hacia el edificio donde se alojaban Naruhito y la emperatriz Masako. De repente, dos esferas brillantes aparecieron en la ventana: eran linternas que el emperador y la emperatriz sostenían para saludar a sus devotos.
Defender una nación
Para erradicar el imperialismo japonés, los estadounidenses supervisaron la redacción de una carta magna en la que Japón renuncia para siempre a la guerra. Estados Unidos prometió defender a Japón si era atacado; más de 50 mil soldados estadounidenses siguen en el país. El tratado de seguridad, que puso a Japón bajo el paraguas nuclear estadounidense, es uno de los pilares del orden pacífico de la posguerra y ha permitido a Japón promover la paz. Pero los términos de la alianza están siendo cuestionados, tanto por políticos japoneses como estadounidenses.
Las fuerzas armadas japonesas se denominan Fuerzas de Autodefensa, y su formación en 1954 se aceleró por el deseo estadounidense de que Japón sirviera de baluarte contra el comunismo, impulsado por la Guerra de Corea. El año pasado, el Parlamento japonés aprobó un aumento del 9.7 por ciento en el presupuesto de defensa para 2025, lo que eleva el gasto militar anual de Japón a unos US$57 mil millones, y lo sitúa entre los países que más gastan en este ámbito.
El aumento ha llegado a Kure, la ciudad portuaria vecina a Hiroshima. Este año, fue nombrada centro de mando de una red de transporte marítimo que da servicio a las islas del sur de Japón, incluida la zona de aproximación a Taiwán y el mar de la China Meridional, dos posibles puntos de conflicto con China. La conversión de la fábrica de acero de 129 hectáreas está prevista para incluir un depósito de municiones.
Kure es ahora un lugar de peregrinación para los aficionados al ejército. El museo en honor al Yamato, el portaaviones de la Segunda Guerra Mundial, está siendo renovado con un presupuesto de US$33 millones. Los observadores navales pueden ver submarinos de ataque modernos, una fragata furtiva que entró en servicio en mayo y el buque de guerra más grande de Japón, el Kaga.
“El vasto océano Pacífico rodea Japón”, dijo el capitán Shusaku Takeuchi, comandante del Kaga, y añadió que “Japón tiene que defender el mar que lo rodea”.
El teniente Yusuke Murakami sirve en el Kaga, un portahelicópteros. No creció jugando a los soldados. Su bisabuelo murió en Iwo Jima, una de las batallas más duras del Pacífico, y él es de Hiroshima. Pero al teniente Murakami le encantan los aviones y los helicópteros, máquinas que vuelan como grullas y palomas, aves de la paz.
“Japón es un país pacífico”, dijo. “La guerra fue hace mucho tiempo”.
La expansión militar en Kure ha enfurecido a algunos residentes, que señalan que la ciudad fue bombardeada 14 veces por los estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial.
“Revitalizar la industria militar sería estrangularnos a nosotros mismos”, dijo Takashi Koretsune, miembro de un grupo de ciudadanos.
El recuerdo
Little Boy destruyó casi el 70 por ciento de los edificios de Hiroshima. El hipocentro, el punto bajo la detonación en el aire, es ahora un pequeño aparcamiento para una clínica médica. Pocos turistas vienen a ver el modesto cartel que marca el lugar.
A la vuelta de la esquina, un edificio sobrevivió milagrosamente: el Salón de Promoción Industrial de la Prefectura de Hiroshima, con la cúpula reducida a su esqueleto de acero, pero con los cimientos prácticamente intactos.
Un museo cercano narra el sufrimiento de Hiroshima. Los turistas salen en silencio, con padres que agarran a sus hijos de la mano. Por toda la ciudad hay señales de un complejo industrial de la paz, dibujos de palomas y pegatinas con el lema “No a las armas nucleares” y guirnaldas de grullas de origami.
El legado del bombardeo impregna la escena artística de la ciudad. Shinji Okoda, un rockero punk de pura cepa, agita la cabeza al ritmo de letras que promueven la desnuclearización y condenan la violencia en Ucrania y Gaza.
“El punk rock siempre ha sido político en Occidente”, dijo. “Al ser de Hiroshima, sentí que debía aportar mi granito de arena”.
Pero en Hiroshima también hay elipsis, una voz pasiva utilizada en la explicación oficial de lo que transformó la ciudad: se lanzó la bomba. La gente suele describir el ataque nuclear como si fuera un desastre natural sin intervención humana. Solo al final de una exposición se aclara cómo Estados Unidos persiguió las armas atómicas y cómo la carrera contra la Unión Soviética pudo haber acelerado la decisión del presidente Harry S. Truman de ordenar el segundo bombardeo.
En 2016, el presidente Barack Obama visitó Hiroshima. Fue el primer presidente estadounidense en ejercicio en hacerlo, pero no se disculpó por los ataques.
“En una mañana clara y sin nubes”, dijo Obama, “la muerte cayó del cielo”.
Hiraoka, exalcalde de Hiroshima, ha hecho campaña durante décadas a favor de la desnuclearización. No quiere más guerras. A diferencia de otros políticos japoneses, reconoce la responsabilidad de Japón por su brutal historial bélico. Pero también dice que hay otra nación que debe afrontar su historia.
“Debemos responsabilizar a Estados Unidos”, dijo. “En otras palabras, el primer paso para eliminar las armas nucleares es hacerles reconocer que la estrategia estadounidense de lanzar bombas sobre Hiroshima y Nagasaki fue un error”.
Isamu Nakakura, que ahora tiene 100 años, comenzó su formación en la Armada Imperial a los 14 y se convirtió en dibujante en Kure, donde diseñaba pequeños sumergibles utilizados en Pearl Harbor.
“Nos enseñaron que los estadounidenses eran demonios rojos”, dijo.
Después de la guerra, Nakakura trabajó con investigadores estadounidenses durante 20 años, documentando el aumento de enfermedades asociadas con la radiación, como la leucemia y los cánceres de mama y pulmón. Aunque la explosión inicial de radiación se disipó rápidamente, las víctimas de la explosión sufrieron enfermedades que a veces aparecieron décadas más tarde.
El que antaño fuera diseñador de máquinas de guerra, ahora se preocupa por la durabilidad del pacifismo japonés.
“No ha habido un debate muy profundo con las personas que levantan valientemente la mano en favor de la diplomacia de paz”, dijo. “La paz no es solo la ausencia de guerra”.
La paz que se celebra en Hiroshima adolece de otras omisiones. El Imperio japonés anexionó la península de Corea en 1910, lo cual despojó a muchos. Los coreanos sin tierras trabajaban en Japón, incluidos unos 85.000 en Hiroshima, donde excavaban refugios antiaéreos o recogían leña para hacer carbón. Hasta 30.000 coreanos murieron a causa del bombardeo atómico del 6 de agosto.
“El dolor de mudarse y trabajar aquí, y luego la bomba atómica, fue una doble desgracia”, dijo Kwon Joon Oh, cuyo padre sobrevivió a la detonación pero murió de cáncer de pulmón a los 47 años.
Kwon dijo que, durante años, el gobierno japonés no brindó apoyo oficial para documentar a los muertos coreanos. Tampoco, dijo, los galardonados con el Premio Nobel de la Paz han reconocido el alcance total del sufrimiento coreano.
Muchas familias japonesas se dedicaron durante décadas a ahogar los recuerdos en el olvido. Toshinori Tetsutani nunca conoció a su hermano Shinichi, que murió a los 3 años en la explosión, ni a sus dos hermanas, que también fallecieron. Tras la muerte de Shinichi, sus padres no pudieron soportar entregar su cuerpo para que fuera enterrado en una fosa común. Lo enterraron en secreto en su jardín, junto a una niña del barrio. Junto a los niños, colocaron un triciclo, el juguete más preciado de Shinichi.
Cuarenta años después, los padres, con sus hijos nacidos después de la guerra, excavaron en la tierra. Encontraron pequeños esqueletos cogidos de la mano, tal y como habían sido colocados. El triciclo fue desenterrado y donado al Museo de la Paz de Hiroshima. Del interior del cráneo de Shinichi, cubierto por un casco, brotaron las raíces de una higuera y un granado. Los niños nacidos después de la guerra habían comido los frutos de esos árboles.
Yoshiko Konishi, hija de Tetsutani, cuenta ahora la historia de Shinichi a niños como los suyos. Algunas escuelas de Hiroshima han dejado de conmemorar el aniversario del bombardeo. Cada vez son menos los supervivientes capaces de compartir sus recuerdos.
“Me resulta un poco extraño decir esto en Hiroshima, pero me preocupa que podamos olvidar”, dijo.
Kiriake, sobreviviente de 95 años del bombardeo, recuerda cómo nadie esperaba que volviera a crecer algo en el suelo calcinado de Hiroshima. Pero en la primavera siguiente, brotaron plántulas de la tierra. Florecieron flores rosas de adelfa. Años más tarde, Kiriake plantó en su jardín un esqueje de un olivo que crecía cerca del punto de mayor impacto de la bomba. Florece todos los años.
“Me alegré de que las plantas crecieran”, dijo al ver el verde en una ciudad carbonizada hace 80 años. “Pensé que todo iría bien y que podría vivir”.