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Destructor de vidas
El día que lo deporten a él, es el día que se tiene que acabar la humanidad.
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Tal vez era 2012 cuando vi a ese hombre por primera vez. Quienes lo habían conocido antes me advirtieron que Anónimo era singular. Y desde el segundo inicial, cuando por fin estreché su mano por primera vez, constaté que lo que me decían era cierto. No era solo que fuera un empresario muy exitoso, a pesar de su humildísimo origen. Ni era solo su afable modo de ser, o ese liderazgo particular que tenía con su gente. Tampoco se constreñía su singularidad tan solo a su cercanía con el pastor, que en su geografía tan conservadora le daba tanto crédito a su reputación. El hombre tenía una confianza en sí mismo, y en el hecho de que las cosas estarían bien. Anónimo inspiraba mucha paz.
El día que lo deporten a él, es el día que se tiene que acabar la humanidad.
Con el paso de los años, cuando la situación se ponía tan complicada con el surgimiento político de los movimientos nacionalistas, en mis intentos de tomar el pulso a nuestras comunidades en el norte, una de las personas a quien solía llamar, era a él. El que siempre contesta el teléfono, con una sonrisa y una broma. El que siempre anda ocupado, pero responde con serenidad. El que nunca sonó alarmado. Ni en 2017, cuando Trump tomaba poder por primera vez, y que tenía a medio mundo haciendo especulaciones catastróficas. Le preguntaba uno a él, “¿Cómo está la situación, cómo está su gente?”, recibiendo uno indefectiblemente en respuesta la misma actitud: “Todo está bien, no se mira nada contra la gente. Los que pueden regresarse son los que tienen problemas con la ley”. Eso contrastaba con lo que se escuchaba en las noticias; con lo que denunciaban organizaciones civiles que sonaba más preocupante. Por eso era interesante confrontar con este Anónimo. Lo de él era más cercano, sentía yo, a lo que vivía su comunidad. Sin filtros, ni amplificadores.
Anónimo no tiene papeles allá, a pesar de que como comerciante destacó en abundancia. Sus negocios le dieron para camionetas Cadillac y una casa en un hermoso lugar allá. Pero su mayor valor es lo que hizo acá, en su abandonada aldea. Montó operaciones comerciales para dar trabajo a la comunidad. Destacada su innata habilidad que le fue dando, con años de trabajo duro, un portafolio comercial impresionante. No cabe duda de que esa posición y lo que logró ayudaba a la paz que transmitía, pues él mismo se sentía respetado. “En la cuadra donde vivo —recuerdo que decía— solo hay gente blanca. No hay problema con ellos”. Un testimonio repetido que no solo escuché de él, sino también de otros, en otros lugares. Como que había una ley tácita que lograba cierta aceptación entre locales de estos territorios conservadores a quien destaca y quien adopta su forma de ser. Mucho de esto es lo que, temo, puede haber cambiado con una nueva narrativa colectiva disruptiva, violenta, injusta y altamente ignorante.
Esta vez no fui yo quien se acercó a Anónimo, sino fue él, quien me llamó. Preguntaba nuevamente, esta vez con más atención por una inversión de la que platicamos en enero. Quería que le repitiera dónde el inmueble, cuánto, qué; más detalles. Preguntaba y se quedaba callado por momentos. Como quien vislumbra algo futuro. Me atreví a preguntarle si era para inversión lo que quería comprar. Me sorprendió cuando me dijo que no. Que se quería preparar. Que “la cosa”está difícil. Me quedé estúpido por lo que escuché. No hay otra forma de decirlo. El día que lo deporten a él, transformador de realidades en dos hemisferios, es el día que se tiene que acabar la humanidad.