Ciencia sin ética: el dilema permanente del conocimiento y la destrucción

Ciencia sin ética: el dilema permanente del conocimiento y la destrucción

El problema no es únicamente técnico: es, sobre todo, ético.

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02/08/2025 00:01
Fuente: Prensa Libre 

Un día como hoy, hace 80 años, la humanidad fue testigo de uno de los acontecimientos más estremecedores de la historia moderna. El 6 de agosto de 1945, a las 8.15 de la mañana, hora de Hiroshima, el bombardero estadounidense B-29 Enola Gay lanzó sobre la ciudad japonesa una bomba de uranio conocida como Little Boy. En cuestión de segundos, el artefacto arrasó todo en un radio de tres km, provocando la muerte instantánea de unas 145,000 personas y dejando otras 50,000 víctimas fatales en los días siguientes, producto de la exposición a la radiación. Tres días más tarde, Fat Man, una bomba de plutonio, destruyó Nagasaki y cobró otras 70,000 vidas. En medio del horror, Japón firmó su rendición, marcando el final de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la era nuclear.


Detrás de este hito militar se encuentra uno de los esfuerzos científicos más colosales de la historia: el Proyecto Manhattan. Una constelación de científicos de renombre internacional participó directa o indirectamente en su desarrollo. Las bases teóricas, sentadas por Albert Einstein, con su teoría de la relatividad especial, fueron solo el comienzo. A lo largo de las décadas previas, la física nuclear había avanzado rápidamente: Ernest Rutherford propuso el modelo nuclear del átomo; James Chadwick descubrió el neutrón; Enrico Fermi exploró la capacidad de los neutrones térmicos para inducir reacciones nucleares; y el trío compuesto por Lise Meitner, Otto Hahn y Fritz Strassmann logró la primera fisión del átomo de uranio.


En EE. UU., científicos como Harold Urey, Ernest Lawrence, Edward Teller, Niels Bohr y John von Neumann se unieron al proyecto. Al frente del esfuerzo estuvo el general Leslie R. Groves, quien designó como director científico al brillante y carismático J. Robert Oppenheimer, figura clave en el desarrollo de la bomba.


Desde el punto de vista científico, la bomba atómica puede considerarse un prodigio del ingenio humano: un salto cualitativo en la comprensión y manipulación de las fuerzas fundamentales de la naturaleza. Sin embargo, desde una perspectiva ética, es difícil no considerarla una monstruosidad: un instrumento de destrucción masiva que convirtió el conocimiento en tragedia y muerte.


Este contraste plantea preguntas que siguen siendo profundamente actuales: ¿puede el avance de la ciencia representar un retroceso en términos de humanidad? ¿Debe la ciencia imponerse límites éticos? ¿Puede el propio método científico valorar moralmente los fines a los que se orienta?

¿Qué clase de humanidad queremos construir con la ciencia que desarrollamos?


Estas no son cuestiones meramente históricas. En pleno siglo XXI, el desarrollo tecnológico militar continúa por caminos igualmente inquietantes. Drones autónomos, enjambres robotizados, misiles hipersónicos imposibles de interceptar, vehículos no tripulados con capacidad ofensiva, e incluso sistemas de defensa aérea como el Iron Beam en israelí, basado en láseres de alta potencia, evidencian una tendencia hacia la automatización, la velocidad extrema y la precisión quirúrgica en el arte de la guerra. El problema no es únicamente técnico: es, sobre todo, ético.


Y este dilema no se limita al ámbito bélico. También lo encontramos en áreas como la IA, la edición genética y biotecnológica, la medicina personalizada, la eutanasia eugenésica, el cambio climático y las propuestas de geoingeniería. A esto se suman las fake news y la manipulación mediante tecnologías como los deepfakes, capaces de suplantar la voz, la imagen o los gestos de una persona para hacerla decir lo que nunca dijo.


Cada nuevo avance reaviva el dilema del poder sin control, de la ciencia sin conciencia. Nos enfrentamos a desafíos que ya no pueden abordarse únicamente desde la Ingeniería o la Física, sino que exigen una reflexión profunda sobre el sentido del conocimiento mismo. Aquí es donde la Filosofía, y más concretamente la Metafísica y la Ética, adquieren un papel imprescindible.


Debemos preguntarnos por el modo en que establecemos contacto con la realidad, por los fundamentos últimos de nuestros métodos, y por los principios éticos que deben guiar nuestras decisiones. Es en estos momentos de crisis —cuando se tambalean teorías aceptadas, cuando emergen nuevas disciplinas o cuando el poder del conocimiento amenaza con volverse contra nosotros— que se hace imprescindible un pensamiento que vaya más allá de los datos y las fórmulas.


Ochenta años después de Hiroshima y Nagasaki, seguimos enfrentando el mismo interrogante fundamental: ¿qué clase de humanidad queremos construir con la ciencia que desarrollamos?

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