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Leyendas de Semana Santa: Los lamentos de Jesús de Candelaria
La imagen del Nazareno de Candelaria es un símbolo de fe, historia y presagios para Guatemala. La leyenda, el mito y la fe se entrelazan en la devoción hacia él y en su enigmático llanto.
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Bajo el resplandor tenue de las velas en el templo de Candelaria, donde el tiempo parece detenerse entre murmullos de fe y leyenda, se guarda un secreto que ha estremecido a generaciones: los lamentos de un Nazareno que llora antes de la tragedia.
Hablar de Jesús de Candelaria es hablar de leyenda, de tradición y de fe. Según muchos devotos, él es el Nazareno que identifica al pueblo de Guatemala, pero que también se identifica con nosotros, entretejiendo su historia con la nuestra.
Cuenta la leyenda que, cada vez que del interior de la parroquia de Candelaria se escuchan gemidos lastimeros, una tragedia se avecina. Ocurrió antes de los terremotos de 1917 y 1918, en vísperas de la Revolución de 1944 y nuevamente antes del terremoto del 4 de febrero de 1976.
“Jesús de Candelaria llora por su pueblo”, repiten los devotos en las filas de cada Jueves Santo, mientras el Nazareno recorre las calles de su amada ciudad, cargando no solo una cruz, sino el peso de los presagios.
Este relato está basado en uno de los libros de La calle donde tú vives, de Héctor Gaitán.
Los lamentos de Jesús de Candelaria
Eran otros tiempos, cuando asaltaban poco y todavía se podía caminar por las noches sin temor. José regresaba a su casa; en aquel entonces vivía por el Cerrito del Carmen.
Justamente por el callejón Delfino, en la 3.ª calle de la zona 1, había caminado un buen trecho, pues venía desde la colonia Las Victorias a pie. Ya no había camioneta, menos ruletero. Pero la noche era tranquila.
José recorrió toda la 1.ª calle, pensando que al llegar a la avenida de San José estaría más cerca de su casa.
Es cuestión de llegar al templo de Candelaria, coronar el Cerrito del Carmen, salir al callejón del Judío y subir por la 3.ª calle para llegar a mi casa en el callejón Delfino, pensó.
Inmiscuido en sus pensamientos y envuelto en un ambiente nocturno, recordó las leyendas que siempre le contaba su tía Carmela: leyendas de espantos y aparecidos, por supuesto.
La avenida Los Árboles parecía desierta. Pura calle de cementerio. No se veía un alma.
Recordando todavía aquellas leyendas de la tía Carmela, don José no se dio cuenta en qué momento, pero en un santiamén llegó a la esquina del templo de Candelaria.
Al transitar por el costado del templo, en una puerta lateral sobre la 1.ª calle, escuchó unos lamentos que partían el alma y le helaron la sangre.
Se detuvo un instante, pero el miedo lo impulsó a seguir. Aun al llegar a la esquina de la avenida Juan Chapín, los gemidos resonaban con claridad. No se detuvo hasta llegar a casa, convencido de que algo terrible ocurría en el templo.

Para colmo de males, su abuela estaba dormida y José no quiso despertarla. Intentó llamar a la policía, pero el teléfono no respondía, como si se hubiera quedado mudo.
José decidió prepararse una taza de café para calmar los nervios, meditando en la soledad de la noche. Aquellos lamentos le taladraban el cerebro: eran lamentos de un justo afligido sin misericordia.
Pensó en que ladrones habían entrado al templo y decidió nuevamente llamar a la policía, pero el teléfono continuaba mudo.
De repente, su abuela apareció, sonriente, pidiendo su taza de café bien caliente.
José le narró todo lo que le había sucedido, todo lo que había escuchado, paso a paso, sin quitarle ni añadirle un detalle.
Ella lo miró con gravedad y dijo:
—Calmáte, hijo, y dejá el teléfono en paz. Lo que escuchaste fueron los lamentos del Señor de Candelaria. Siempre que nuestro Señor se lamenta de esa forma, es señal inequívoca de que algo va a suceder. Preparémonos y encomendémonos a Él por lo que pueda ocurrir.
La abuela recordó entonces las historias familiares: su difunto padre había oído esos mismos lamentos días antes de los terremotos de 1900.
Años después, alguien más los escuchó, y poco después la gripe española arrasó Guatemala. Incluso la tía Carmela los había percibido antes de la Revolución de Octubre de 1944.
—Ay, mijo, saber qué va a suceder. Hay que rezar mucho y pedirle a Dios por todos —finalizó la abuela, mientras tomaba el sorbo de su taza de café.
Esa noche, la abuela lloró y se persignó frente a la imagen del Señor de Candelaria que guardaban en casa. Luego se retiró a dormir, mientras él permanecía en vela, reflexionando.
Con el tiempo, el recuerdo de los lamentos se desvaneció… hasta que, inesperadamente, llegó la trágica madrugada del 4 de febrero de 1976, cobrando miles de vidas bajo los escombros.
Y así, se dice que cuando el Señor de Candelaria llora, la tierra tiembla y el destino anuncia su sombra.
El duelo por el obispo
Según el historiador Walter Gutiérrez, la leyenda más antigua de Jesús de Candelaria se remonta a 1563, cuando la imagen lloró un Viernes Santo anunciando la muerte del obispo Francisco Marroquín, defensor de los indígenas. Jesús llora por su pueblo. El Nazareno de Candelaria era venerado por los kaqchikeles en Santiago de Guatemala, y el obispo era su protector. Esa lágrima fue un mensaje étnico y espiritual: el dolor de un Cristo indígena por quien luchó por su gente.
Esta tradición, recogida por el periodista Víctor Miguel Díaz en su obra Las lágrimas del Nazareno, afirma que la imagen es tan antigua como la ciudad misma y que su llanto marcó el inicio de su rol como protector y profeta.

El predictor de las tragedias
Pero la leyenda no terminó allí. Como relata el historiador Fernando Urquizú, el Nazareno de Candelaria se convirtió en un augurio de calamidades.
Urquizú destaca que estas narraciones, aunque mezclan realidad y fantasía, son un patrimonio intangible: “No importa si son ciertas; importa que cohesionan a un pueblo alrededor de su fe y su historia”.
Esta leyenda sobrevive porque resiste al tiempo. Ya sea por el llanto que anunció la muerte de Marroquín o por los presagios de terremotos, el Nazareno sigue siendo un farol en la oscuridad, recordándonos que, en Guatemala, la historia y el mito se entrelazan como los hilos de su túnica morada.
Así que, cada vez que pase frente a su templo, ponga atención: quizá tenga el privilegio —o el infortunio— de escuchar sus lamentos.