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Leyendas de Semana Santa: Los Viernes del Diablo
Entre sombras, aún se murmura que el Diablo espera a quien esté dispuesto a vender su alma a cambio de fortuna en el viejo árbol del Amate.
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Cuentan los abuelos que cada Sábado Santo, cuando el silencio pesa y la ciudad duerme, el viejo árbol del Amate exhala un olor a azufre que se escapa entre sus raíces retorcidas. En esas horas sin Cristo, cuando el cielo aún guarda luto y la Resurrección no ha llegado, una presencia oscura merodea el lugar y recuerda el pacto maldito de Diego Castillo, el hombre que vendió su alma al diablo a cambio de riquezas que jamás pudo disfrutar en paz.
En las calles del Centro Histórico se susurra que, al pasar por el Amate la noche del Sábado Santo, una figura sombría emerge de la bruma. Su silueta se dibuja entre las ramas como una sombra viva que ofrece poder, fortuna y éxito a cambio del alma, historia que se escucha en Guatemala desde 1779.
Se dice que son muchas las almas que ha cobrado esa entidad escondida entre neblina y azufre. Los ancianos advertían que quienes fallan en cumplir su parte del pacto son arrastrados sin rastro ni redención. El precio de lo fácil es la vida misma, repetían entre murmullos, porque no hay riqueza que justifique perderse en las garras del señor del Amate.
La leyenda revive cada Semana Santa, cuando la ciudad se cubre de incienso y penitencia. Y en el corazón de este relato vive Diego Castillo, un joven que, vencido por la pobreza y la desesperanza, accedió a sellar su destino con el mismísimo Diablo.
Los viernes del Diablo: la maldición de Diego Castillo
Dicen que aún hoy, entre las ruinas de la antigua casona en la calle del Teatro, el aire se vuelve más pesado cada primer viernes del mes. Un olor a azufre flota sin razón aparente. Algunos culpan al polvo o a las viejas tuberías, pero otros susurran que es la marca de un pacto eterno, el eco de una promesa firmada con el Diablo: la historia maldita de Diego Castillo.
Todo comenzó un Miércoles Santo, cuando el calor parecía derretir las piedras del Centro Histórico. En el barrio de San José, Diego —joven humilde y soñador— ayudaba al viejo maestro Pablo a elaborar una alfombra de aserrín para Jesús de Candelaria.
—Dios quiera que no llueva esta noche —murmuró el anciano, cubriendo el suelo con flores de serrín.
—Si llueve, todo se perderá —respondió Diego—. Y tanto que ha costado…
—Es que si no cuesta, no vale —dijo Pablo—. Jesús recoge con sus pasos el sacrificio de quienes siembran con sudor.
Pero Diego no entendía de sacrificios. Quería dinero. Quería más.
—¿Y qué le ha dado Jesús de Candelaria después de tantos años?, pregunto el joven.
—Paz… y esperanza —dijo el viejo.
—Bah. De eso no se come, rezongo, haciendo de menos lo dicho por su maestro.
—Pero sí se vive., dijo Pablo. Aunque si quieres dinero fácil… pídelo al Diablo.
Entre risas y sombras, Pablo le contó una historia antigua: en la plaza del Amate, la noche del Sábado de Gloria, cuando el mundo aún guarda luto y el árbol florece en silencio, el Diablo se aparece. Si uno lo llama… responde.
Diego se sonrió. Pero la semilla quedó sembrada.
El Jueves Santo, mientras el anda del Nazareno pasaba sobre la alfombra, Diego sintió algo en el pecho. Una emoción desconocida. Pero el deseo seguía allí: quería fortuna, poder, reconocimiento.
La noche del Sábado de Gloria, mientras ardían los Judas de trapo y el bullicio llenaba las calles, Diego caminó hasta el Amate. El árbol lo esperaba.
—Luzbel… señor del abismo… escúchame decía el joven.
Y el árbol respondió.
Del tronco surgió una figura negra, elegante y silenciosa.
—¿Me llamabas, Diego Castillo?
—Sí…
—Te daré todo lo que deseas: fortuna, respeto, éxito. A cambio, tu alma será mía al morir. Y cada primer viernes del mes, deberás regresar aquí.
Diego aceptó.

Diego Castillo pacto con el Diablo entregarle su alma al morir a cambio de riquezas. (Ilustración Prensa Libre: Marcos Gálvez)
Desde ese día, todo cambió. La fortuna llegó, los negocios crecieron. Su nombre, don Diego Castillo, se volvió sinónimo de riqueza. Pero cada primer viernes del mes, debía volver al Amate. Ya no veía al Diablo, pero el olor a azufre siempre lo recibía.
Con el tiempo, dejó de temer. El pacto era parte de su rutina.
Hasta que un día, al pasar por el portal del Señor, se topó con la imagen de Jesús de la Buena Esperanza. Lo miró, y fue como si esa mirada atravesara su alma. Diego cayó de rodillas y lloró.
Desde entonces, no volvió al Amate. Buscó consuelo en la oración. Pero el demonio no olvida. Lo persiguió en los espejos, en las sombras, en los susurros del viento. Siempre el mismo olor. Siempre la misma silueta.
Desesperado, acudió al convento de San Francisco. Allí, el fraile Emigdio lo escuchó y le practicó un exorcismo. Se dice que esa noche, los frailes vieron una sombra negra huir por los corredores del claustro.
El demonio fue expulsado, pero el precio fue alto.
Diego perdió todo. Su fortuna desapareció. Su casa fue tragada por el abandono. Y él pasó sus últimos días como sacristán, tocando campanas y espantando palomas, consumido por el arrepentimiento.

Luego de romper su pacto con el Diablo, Diego Castillo se refugio en la iglesia y se dedico a tocar las campanas hasta su muerte. (Foto Prensa Libre: Shutterstock)
Desde entonces, se dice que el primer viernes de cada mes, el aire junto al viejo Amate se vuelve espeso… y el azufre regresa. Como si el Diablo aún esperara a otra alma ambiciosa, dispuesta a repetir la historia.
Entre el azufre del Diablo y las sombras del alma
En las calles del Centro Histórico aún se susurra una advertencia disfrazada de leyenda. Es la historia del viejo árbol del Amate, aquel que, hasta principios del siglo XX, marcaba el límite entre la ciudad y sus barrios periféricos. Con raíces que se enredaban como serpientes dormidas, el Amate era más que un árbol: era el umbral entre lo visible y lo oculto, entre la fe y la tentación.
Walter Gutiérrez, historiador y catedrático de la Escuela de Historia de la Universidad de San Carlos, explica que el Amate no solo representaba una frontera física, sino también simbólica. Estaba ubicado donde finalizaba el casco urbano y comenzaban sectores como San Gaspar. Allí, en la periferia, se gestaban también las leyendas que buscaban advertir a los más jóvenes sobre los peligros del dinero fácil y los atajos sin retorno.
No es casual que esta historia se sitúe en un tiempo específico: la noche del Sábado Santo. Según la simbología religiosa, es el momento más oscuro del calendario litúrgico. Cristo yace en la tumba, Dios guarda silencio… y el Diablo está suelto. Es lo que algunos llaman “las horas sin Cristo”.
Óscar Cano, periodista y director de Duende del Ático, relata que fue durante una de esas noches cuando surgió el primer pacto. El protagonista era un hombre humilde, trabajador del ferrocarril —más precisamente, brequero—, cansado de la pobreza y ansioso por ascender. Un conocido le habló del Amate y le dijo que, si iba cada viernes de Cuaresma a medianoche, podía hacer un trato con el Diablo.
La historia cuenta que, al principio, el hombre dudó. Pero una noche, pasada la medianoche, se atrevió. Al pie del árbol, sintió un fuerte olor a azufre y una figura elegante surgió entre la bruma. Le ofreció fortuna y poder… a cambio de su alma. Y como condición, debía volver al árbol cada viernes, como muestra de fidelidad al pacto.
Durante un tiempo, cumplió. El Diablo ya no se mostraba, pero el olor a azufre marcaba su presencia. Hasta que, una noche, Diego —así lo nombran algunas versiones— se fue de fiesta. Era Viernes Santo. Olvidó acudir al Amate. Y esa misma noche, al regresar a casa ebrio, lo encontró en su habitación. El Diablo, puntual y sin clemencia, había venido a cobrar lo pactado.
Según Cano, la leyenda puede ubicarse entre finales del siglo XIX e inicios del XX. “Hay menciones del cerro del Cielito, donde estaba el antiguo Calvario. El cerro fue desmontado en 1946 para ampliar la Sexta Avenida. También se sabe que el árbol fue sembrado en 1779 y retirado en 1925 para colocar la ceiba actual”, detalla. Estas referencias permiten trazar un marco temporal real a una historia envuelta en lo sobrenatural.

Se relata que el diablo aun se aparece en los arboles de amate del Centro Histórico para ofrecer un pacto a cambio del alma. (Foto Prensa Libre: Shutterstock)
¿Por qué el pacto ocurre en el tiempo sin Cristo?
Gutiérrez explica que el simbolismo es claro: entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección, Cristo permanece en la tumba. Es el único momento en que el Diablo tiene libertad de actuar. Por eso muchas leyendas ubican sus apariciones en esos días, cuando el mundo queda sin redención, aunque sea por unas horas.
Las variantes de esta historia son múltiples. Algunas versiones dicen que el hombre simplemente olvidó el pacto; otras, que se arrepintió y dejó de asistir voluntariamente. Pero todas coinciden en lo esencial: quien hace un trato con el Diablo, tarde o temprano paga el precio.
El olor a azufre, símbolo constante en estas historias, representa esa conexión con el inframundo. Gutiérrez recuerda que, en las creencias populares, los volcanes y el subsuelo —lugares cargados de azufre— eran asociados con el infierno y, por tanto, con la presencia del maligno.
Cano destaca que muchas de estas leyendas surgieron como advertencias pedagógicas. La curia y las familias las transmitían como parábolas disfrazadas de miedo. “No es que te digan ‘no robes’ o ‘no ambiciones lo ajeno’. Te cuentan que quien lo hace, pierde el alma”, señala. Es una forma de enseñanza, un recurso que combina tradición, misterio y fe.
Y así, generación tras generación, la leyenda del Amate sigue viva. Algunos la niegan, otros la recuerdan con recelo. Pero todos saben que, cada primer viernes del mes, si el aire cambia y huele a azufre… quizás alguien más ha ido a pactar con el señor del árbol.

Entre la tarde del Viernes Santo y el Domingo de Resurrección el Diablo tiene libertad de actuar, en las llamadas horas sin Cristo. (Foto Prensa Libre: Shutterstock)