El legado de los doctores Cordero

El legado de los doctores Cordero

En las manos del ministro de Salud Pública está la continuidad de seguir apoyando a los que tienen al país libre de lepra.

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21/10/2025 00:05
Fuente: Prensa Libre 

Hay legados que se miden en años, pero el de los doctores Cordero se mide en vidas y dignidades. Don Fernando, el padre que revolucionó la dermatología guatemalteca hace medio siglo, y Carlos Cato, el hijo que durante más de cuatro décadas ha defendido ese sueño con sacrificios que pocos conocen. Esta es la historia de cómo dos hombres extraordinarios llevaron a Guatemala hasta las puertas de ser declarada “país libre de lepra”.


Conocí al Dr. Fernando Cordero cuando los leprocomios aún proyectaban su sombra oscura sobre Guatemala. Era 1972, y mientras otros médicos aceptaban el statu quo, él veía la injusticia de separar familias y condenar a los enfermos con enfoques semicarcelarios. Con esa mezcla de compasión y determinación científica que lo caracterizaba, reorganizó el antiguo Patronato y en 1976 fundó el Inderma. Lo que se cambió no solo fue un nombre, sino reimaginar completamente cómo una sociedad que huía con temor de los enfermos de lepra, a tratarlos con compasión. De esa cuenta, implementó protocolos internacionales, terapia multidroga, pero, sobre todo, devolvió la esperanza donde solo había rechazo y resignación.


El Dr. Fernando Cordero partió demasiado pronto, hace más de cuatro décadas, cuando su revolución apenas comenzaba a dar frutos. Muchos temieron que el instituto muriera con él. No conocían a Cato. El Dr. Carlos Cordero, Cato, como le decimos quienes somos sus amigos y pacientes, asumió la dirección en 1983 con apenas 30 años. Lo que ha logrado desde entonces desafía cualquier expectativa: ha dirigido el Inderma por 41 años, más tiempo que su propio padre fundador, transformándolo en el centro de excelencia que don Fernando soñaba.

Esta es la historia de cómo dos hombres extraordinarios llevaron a Guatemala hasta las puertas de ser declarada “país libre de lepra”.


Bajo el liderazgo de Cato, el instituto se convirtió en el alma mater de la dermatología guatemalteca. La Universidad Francisco Marroquín lo integró a su red de enseñanza, pero pronto todas las facultades enviaban estudiantes a aprender no solo técnicas médicas, sino humanidad. Más de ocho millones de guatemaltecos han sido evaluados, 12 mil consultas anuales se realizan, cientos de tamizajes detectan tempranamente la lepra y el cáncer de piel.


Pero es ahora, cuando Guatemala está a meses de recibir la certificación como “país libre de lepra”, cuando Cato enfrenta su prueba más dura. He sido testigo de sus sacrificios personales: lo he visto renunciar a conferencias internacionales pagadas para no abandonar el instituto y trabajar jornadas que cansarían a hombres más jóvenes. Con la puntualidad de décadas llega temprano para luego retirarse a seguir batallando con papeleos en el escritorio y llamadas. Mantenerlo a flote es un desafío permanente. El riesgo es real: una reducción del financiamiento público tendría efectos desastrosos. Sin recursos garantizados, la vigilancia epidemiológica colapsaría, los indicadores de eliminación de lepra retrocederían, la formación de especialistas se detendría. Por eso, el convenio con el Ministerio de Salud que Cato busca incansablemente es vital. No es burocracia: es la diferencia entre mantener cinco décadas de progreso o ver cómo todo se desmorona justo cuando el triunfo está al alcance y debe continuar.


Guatemala debe entender que los Cordero le han dado más que servicios médicos: le han dado prestigio internacional. El Dr. Fernando Cordero plantó la semilla cuando nadie creía posible transformar los leprocomios. El Dr. Cato Cordero la ha cultivado durante cuatro décadas, sacrificando su vida personal, sus oportunidades, su bienestar, para que el sueño no muera. Mientras el país celebra estar cerca de la certificación histórica, es momento de honrar a estos dos gigantes garantizando que su obra continúe, que el convenio se firme, que el financiamiento se asegure.
Se lo debemos.