#NoEsNormal: Las causas que empujan a los jóvenes a la violencia en Guatemala

#NoEsNormal: Las causas que empujan a los jóvenes a la violencia en Guatemala

La narcoestética, la ausencia del Estado y la fragmentación familiar explican una realidad que se recrudece por región.

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31/07/2025 00:05
Fuente: Prensa Libre 

El 25 de julio pasado, a plena luz del día, tres jóvenes que no superaban los 15 años fueron asesinados a tiros en un parque en Colomba Costa Cuca, Quetzaltenango. Uno aún llevaba puesto su uniforme escolar. Sus cuerpos quedaron tendidos mientras los gritos desesperados de sus familiares rompían el silencio.

La Policía informó que se trató de un enfrentamiento entre pandillas y que había iniciado con las investigaciones.

La escena, presenciada por niños y adolescentes con mochila al hombro, no fue solo un acto de violencia, fue el retrato de una realidad que atrapa a muchos adolescentes en Guatemala: crecer entre la falta de oportunidades y el riesgo de ser absorbidos por grupos pandilleros y el crimen organizado.

En Guatemala, la violencia que atrapa a niños, niñas y adolescentes no es nueva, ni responde a una única causa. Si bien las pandillas suelen ser señaladas como principal factor, el fenómeno es mucho más complejo: atraviesa dimensiones culturales, económicas, educativas y territoriales. Y, como explica Axel Romero, exviceministro de Prevención del Delito, “no se puede generalizar el fenómeno juvenil en conflicto con la ley, porque Guatemala tiene una serie de diferencias culturales”.

Un país, múltiples violencias

Mientras en el occidente del país aún se respira un sentido más profundo de comunidad, en el oriente resuena con fuerza otro tipo de identidad: una marcada por el porte de armas y una estética narco que se ha vuelto símbolo de estatus entre los jóvenes. Camisas ajustadas, cadenas, botas y los corridos tumbados suenan a todo volumen en picops. No es solo una moda: es un imaginario de poder y peligro.

“El oriente tiene una cultura del honor muy arraigada”, explica Romero, que ha dedicado esfuerzos en investigar este fenómeno. “Es una identidad que comenzó como ganadera, luego se cruzó con el crimen organizado y finalmente derivó en una aspiración narcoestética”. En departamentos como Jalapa, Chiquimula y Zacapa, esa identidad se expresa con violencia: los conflictos personales escalan rápido y, muchas veces, terminan en homicidios.

Portar armas forma parte de lo que se espera de un hombre. “Ahí se vive una violencia interpersonal más fuerte, donde defender el prestigio a tiros es casi parte de la masculinidad”, añade Romero.

En contraste, en las comunidades indígenas del occidente —como Totonicapán o Quiché— persisten redes sociales y estructuras tradicionales que actúan como mecanismos de contención. “En el occidente, la vida comunitaria es fuerte. Se traduce en una menor incidencia de homicidios y violencia interpersonal”, señala el experto.

La cohesión familiar, el involucramiento vecinal y el rol de autoridades ancestrales, como los 48 Cantones, Totonicapán, funcionan como una red informal de justicia y control social. “La comunidad se preocupa por ese joven que es visto como parte de la familia extendida”, apunta Romero. Incluso, dice, “la función del presidente en el Cantón, hasta cierto punto, suple la necesidad de un sistema judicial”.

Dos regiones, dos realidades. “Son culturas muy distintas que requieren intervenciones diferenciadas”, concluye.

Distintas realidades

En el caso del área metropolitana, los desafíos son distintos. La densidad poblacional y el desarraigo social alimentan la violencia juvenil. “En la ciudad no sabemos quién vive al lado. No sabemos quién es el vecino, ni cuál es su historia. No hay vínculos comunitarios, ni sentido de pertenencia. Ese anonimato facilita la desconexión social”, explica Romero.

En zonas urbanas y periurbanas, donde la violencia se concentra, los jóvenes enfrentan otro tipo de vulnerabilidad: la falta de identidad, la exposición a redes criminales y el abandono institucional. “La violencia no aparece de la nada. Se gesta en espacios donde los actos de incivilidad no se atienden, donde nadie regula ni acompaña a los jóvenes”, indica.

Según el diagnóstico del Viceministerio de Prevención de la Violencia del Ministerio de Gobernación, factores como “la violencia comunitaria, la pobreza, la desintegración familiar, la falta de supervisión parental y el uso no guiado de redes sociales” son claves en el reclutamiento de menores. A esto se suma “la débil presencia estatal en zonas vulnerables”, que abre la puerta a que pandillas o estructuras criminales ofrezcan refugio, ingresos o un sentido de pertenencia.

En el norte, el crimen organizado es visto como autoridad paralela. La situación se agrava aún más en la franja norte y zonas fronterizas como San Marcos, Huehuetenango y Alta Verapaz. Allí, la ausencia del Estado no solo deja a las comunidades sin servicios básicos, sino que permite que el crimen organizado controle el territorio.

“Donde el Estado no llega, lo ocupa el crimen organizado, y los jóvenes se convierten en su mano de obra”, advierte Romero.

Explica que muchos adolescentes inician en economías ilegales como el contrabando, hasta integrarse en redes de tráfico o violencia. “Empiezan buscando sustento y terminan atrapados en dinámicas criminales donde ya no pueden salir”, advierte.

Según Romero, este tipo de violencia no responde a dinámicas urbanas, sino territoriales. “Ahí sí vamos a ver un fenómeno criminal que tiene que ver con el control de territorios, con estructuras que reemplazan al Estado”.

También está el delito como aspiración. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha señalado que en América Latina la transformación desordenada de las ciudades, el debilitamiento de la escuela y el colapso de estructuras familiares tradicionales han erosionado los espacios de control social.

A esto se suma el llamado “delito aspiracional”, donde jóvenes excluidos del sistema económico recurren a la delincuencia como medio para acceder al consumo o al estatus social. “Las mejoras económicas no bastan si no se traducen en oportunidades reales”, advierte el informe.

En otras palabras, no basta con reducir la pobreza: la combinación de desigualdad, desempleo, baja movilidad social y expectativas inalcanzables forma un caldo de cultivo que empuja a algunos jóvenes a buscar alternativas por la vía delictiva.

En 2024, Guatemala permanece en la categoría de desarrollo humano medio, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), ubicándose en la posición 136 de 193 países. Este nivel es considerado bajo, ya que refleja profundas brechas en acceso a salud, educación y calidad de vida.

¿Qué hace el Estado?

Desde el Viceministerio de Prevención se impulsan programas como Escuelas Seguras, las Comisiones Comunitarias de Prevención y el plan Yo Soy Prevención, en la zona 21, que combina acciones culturales, educativas y laborales. Aunque aún no existen evaluaciones robustas, las autoridades aseguran que en las zonas intervenidas se ha registrado mayor participación juvenil y reducción de conflictos escolares.

Romero, quien participó en el diseño original de Escuelas Seguras entre el 2010 y el 2011, recuerda que fue “el único programa con evaluación externa, líneas de base y resultados medibles que logró erradicar un problema real”. Detalla que el modelo tenía tres niveles: prevención general, reorientación de liderazgos negativos e intervención psicológica.

“Los centros dejaron de ser escenarios de violencia, pero tomó siete años y el trabajo conjunto de varios ministerios”, recuerda. Hoy, dice, solo queda una patrulla afuera y una charla ocasional. “Hace 15 años ya sabíamos qué funcionaba y qué no. El error fue querer resolver todos los problemas con una sola fórmula”, asegura.

Ahora también destaca el programa Vecindarios Prósperos, un modelo territorial multisectorial adoptado por la Municipalidad de Guatemala con resultados visibles en zonas 1, 5, 7, 18 y 21. Su mensaje es claro: la prevención no puede depender de un solo ministerio. “No es solo cuestión de policías y ladrones. Hay que generar todo un sistema”, insiste Romero.

Cuando entran al sistema penal

Carlos Menchú, subsecretario de Reinserción y Resocialización de Adolescentes en Conflicto con la Ley Penal, señala que “la desintegración familiar y la migración” son factores de riesgo clave. Explica que, en algunos contextos, la presión de grupos antagónicos obliga a los jóvenes a elegir entre huir o involucrarse en pandillas.

Entre 2021 y 2024, el Centro Gaviotas registró 738 ingresos y el Centro Juvenil de Mujeres 218, lo que revela la persistencia del fenómeno. La mayoría son jóvenes de 16 a 17 años, con poca escolaridad y vínculos con pandillas.

Todos los adolescentes en medidas socioeducativas reciben atención psicológica, social y pedagógica. Al concluir su sanción, pueden acceder a programas de empleabilidad, educación o incluso emprendimiento. Algunos, relata Menchú, han logrado graduarse de la universidad y conseguir empleo formal. No obstante, la estigmatización sigue siendo una gran barrera.

Sin embargo, no hay un sistema integral para medir la reincidencia. Aunque la ley impide mantener registros penales de adolescentes, se han documentado casos de jóvenes que, luego de cumplir su sanción, vuelven a delinquir. Esta falta de seguimiento revela una de las grandes brechas del sistema de justicia juvenil.

Reconoce que, sin una política pública de seguimiento, la reincidencia no puede medirse con precisión. “Algunos reinciden y terminan en cárceles para adultos”, afirma.

¿Y el sistema de protección?

Para Leonel Dubón, director del Refugio de la Niñez, la raíz del problema está en la debilidad del sistema de protección social. Aunque existe la Ley de Protección Integral de la Niñez y Adolescencia (PINA) desde 2003, Dubón considera que se trata de una ley marco que “no ha sido suficiente frente a la complejidad de los problemas”.

Por ello impulsaron la iniciativa 52-85, que buscaba crear un sistema integral desde lo municipal hasta lo nacional, delegando funciones y presupuestos a los gobiernos locales. Sin embargo, “fue aprobada en segunda lectura y no se ha retomado”.

“La mejor prevención es contar con un sistema robusto de protección integral para la niñez”, afirma. Y recuerda que “los niños no nacen violentos. Los niños se hacen violentos en la medida que la sociedad los transforma”.

El aumento de denuncias por maltrato infantil —más de 9 mil 200 en lo que va del año, superando en un 50 % las del año anterior— confirma, según Dubón, que “no hay una estrategia efectiva en este momento” y que existe “una deuda muy fuerte con la niñez”.

¿Qué se necesita?

Más que programas aislados, los especialistas coinciden en que la prevención requiere de articulación real entre instituciones. Educación, salud, justicia y desarrollo social deben trabajar en conjunto. Además, se necesita planificación basada en resultados y sostenida en el tiempo.

“Resolver todos los problemas con una sola iniciativa es el error más común”, advierte Romero. Para él, la respuesta está en reconstruir el triángulo virtuoso entre familia, escuela y comunidad.